Google empieza a vender ya sus gafas digitales en Estados Unidos, aunque el acceso haya sido limitado por ahora a la categoría (masiva) de los «exploradores» o usuarios precoces, como se les conoce en el argot mercadotécnico. Probablemente no sean todo lo cómodas que esperábamos quienes ya las hemos probado, ni tan funcionales, ni tan superferolíticas. Pero seguro que abren la puerta a futuras mejores y, sobre todo, a una nueva era digital acuñada con la marca IoT, Internet of Things, el Internet de las Cosas.
Soy uno de los convencidos de que Google, cuyas oficinas en Nueva York pude visitar recientemente como quien hurga en el Pentágono, está llamado a ser también un actor principalísimo en la industria turística del futuro. Las gafas permitirán a las generaciones venideras grabar sus compras en la Quinta Avenida y las panorámicas de rigor obtenidas desde la terraza del Empire State Building. Primero será mediante ese armatoste de prisma difícilmente adaptable a las ópticas graduadas y sus monturas finas. Después con nanotubos de grafeno insertados en lentillas de grosor microscópico. Finalmente, con lectores orgánicos de impulsos cerebrales como los que hoy emite el nervio óptico de nuestros ojos. Sus detractores no tendrán tiempo de reacción: las gafas perturbadoras de su intimidad serán invisibles.
Sin embargo, no creo que la adopción de esta «tecnología ponible» vaya a ser inmediata. La visión del prisma actual marea un poco, la función de grabación de vídeo o tomas fotográficas no aportan tanto respecto al dispositivo móvil convencional, el sistema de realidad aumentada se encuentra aún en fase experimental y su precio es prohibitivo para los consumidores de a pie: 1.500 dólares. Aplicaciones valiosas como el reconocimiento facial y los datos referenciales de quien se mueve por la calle no figura, por ahora, en la carta de presentación de las Google Glass.
A mi juicio, el desarrollo tecnológico de estas gafas brinda a Google una oportunidad añadida de sumergirse culturalmente en un sector tan promisorio para sus intereses futuros como el turismo. Los pasos dados con su metabuscador Google Hotel Finder no parecen detenerse ahí tras su asociación con Room 77. Toda intuición apunta a que el buscador se terminará convirtiendo en un poderoso motor de reservas y conocimiento del cliente a través de su tecnología Big Data. Lo avala, además, su posición líder en geolocalización (Google Maps), sus años de adelanto en los sistemas de pago móvil aceptados por las principales OTAs y cadenas hoteleras (Google Wallet), sus incursiones en la búsqueda y asignación de vuelos (Google Flight Search), la facilidad de uso de las presentaciones de destinos y atractivos en imágenes (Google Carousel), la creciente fiabilidad de su aplicación políglota (Google Translator), el control de la mayor red de personas en movimiento (Waze), la perfecta agenda del viaje (Google Now), así como una larga serie de aplicaciones y productos de laboratorio que sitúa a esta empresa entre las más innovadoras del planeta. Por no hablar de la misteriosa división Google X, destinada a la investigación y desarrollo de productos secretos para instituciones y personas.
Si Google, como también lo prevemos en Airbnb, toma la delantera en el turismo del futuro es porque su paulatino desembarco en esta industria se realiza sin la artillería del exterminio competitivo, tomando no pocas precauciones, sumando aliados a la causa y, sobre todo, sin las ideas preconcebidas que han atrincherado a muchos operadores turísticos. Una frescura tecnológica y cultural en las antípodas de los «expertos» en turismo y su indescifrable léxico. Yield management, revenue manager, lean management, revPar, flip chart, fee, inbound, back office, front office, late check out, BSP, OPL, OOS, SEM, SEO, responsive design, target, upselling, cross selling, upgrading, voucher, waiting list, rappel, release, overbooking, benchmarking, word of mouth marketing… ¿Sigo?
La sociedad digital será más abierta y transparente o no será. Quien aspire a ejercer un rol protagonista en ella, quien pretenda ser alguien en el turismo de grandes datos, necesariamente tendrá que empezar a llamar a las cosas por su nombre. Que no es otra cosa que hablar en román paladino, con luz y taquígrafos, sin el hermetismo del escapulario masón.
Fernando Gallardo |
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