La globalización y el desarrollo tecnológico están transformando aceleradamente el mundo que conocemos. En múltiples foros se analizan y debaten los profundos cambios económicos que se suceden sin tiempo apenas para digerirlos. Mientras el factor trabajo cede cada día más espacio a la mecanización de los procesos y a la robotización de la industria, los poderes establecidos, incluido el financiero, asisten impávidos al nacimiento de una nueva economía colaborativa y una cultura de la gratuidad inesperada por nuestra incipiente sociedad digital.
En esta revolución silenciosa aparecen voces autorizadas que someten a revisión la estructura capitalista heredada del fin del milenio. Algunas tan jóvenes y audaces como la del economista francés Thomas Piketty, cuyos trabajos estadísticos y predictivos gozan de un gran seguimiento estos días en las principales Universidades norteamericanas. Tanto como el éxito repentino de su último libro, Capital in the Twenty-First Century (el capital en el siglo veintiuno), que será probablemente traducido al español este año. En él se expone con una sólida base documental proveniente del análisis Big Data un fenómeno de rabiosa actualidad tras la crisis financiera de los últimos años. A saber, que el descenso de la participación del factor trabajo en la renta es correlativo al ascenso del factor capital en los países desarrollados, especialmente en aquellos sectores productivos que se suponen tecnológicamente más avanzados.
Mientras aumenta la acumulación de capital en esta parte del mundo, disminuye el empleo y el poder hasta ahora equilibrante de los sindicatos. La actividad primaria tiende a reducirse a la mínima expresión y la industrial sufre un proceso imparable de deslocalización. Disminuye la competencia en el mercado de bienes y servicios a la vez que los ajustados precios del factor trabajo en los países emergentes presionan a la baja sobre el mercado laboral de los países desarrollados.
El trabajo de Piketty (Capital in the Twenty-First Century, Cambridge, MA. 2014 Belknap Press) es profuso en datos sobre este fenómeno, que termina provocando una divergencia cada vez más acusada entre una menguante participación del trabajo y una creciente participación del capital en la renta de los países avanzados. Esto es, en Europa y Estados Unidos, cada día que pasa aumentan las diferencias entre pobres y ricos, fruto del adelgazamiento progresivo de las clases medias. O, como suscribe el premio Nobel y columnista del New York Times, Paul Krugman, la desigualdad social «derriba el más preciado de los mitos de los conservadores: la insistencia en que estamos viviendo en una meritocracia en la que la gran riqueza se gana y se merece.»
A Piketty no le faltan críticos con argumentos igualmente contundentes. Uno de ellos, Branko Milanovic (The return of «patrimonial capitalism»: review of Thomas Piketty’s Capital in the 21st century, MPRA Paper 52384, 2013 University Library of Munich), le recuerda que, si bien los robots liquidan determinados puestos de trabajo, mecánicos o no cualificados, también incrementan la productividad fabril y el salario de quienes los gestionan, por no mencionar a quienes los diseñan, científicos y técnicos en general bien pagados. Además, el progreso tecnológico crea nuevos sectores económicos que redundan en un incremento a veces exponencial del PIB.
Eso es justo lo que ha sucedido en los países desarrollados con la digitalización social vivida en las últimas décadas. La sustitución de la fuerza laboral por máquinas ya constituyó un fenómeno social y económico en el siglo XIX. Y los trabajadores no sólo tuvieron que mudarse a otros sectores productivos nacientes, sino que su cualificación laboral supuso un notable aumento de sus retribuciones. Esa ha sido, precisamente, la base del fortalecimiento de las clases medias a lo largo del siglo XX.
Regresando a Thomas Piketty, cuyos postulados no puede negarse que son refrescantes en la atonía economicista actual, un país capaz de lograr tasas elevadas de crecimiento en su PIB somete a su economía a tamañas variaciones en la composición de capital que los ricos de hoy tienen relativamente menos probabilidades de ser los ricos de mañana. Ocurrió en la época de mayor crecimiento de España, por ejemplo, cuando los viejos poderes dominantes (Banesto, Banco Hispano Americano, Hidroeléctrica Española, Galerías Preciados, Mzov, Dragados y Construcciones) fueron cediendo espacio a los nuevos (Santander, Telefónica, Inditex, ACS, Ferrovial). Pero, cuando la economía se estanca y no se inventan nuevos sectores productivos, la distribución de la riqueza mantiene sus cuotas de manera que las empresas dominantes de hoy serán las mismas al día siguiente.
En opinión de Piketty, y aquí el economista se hace político, esta dinámica en la que se desenvuelven todos los países desarrollados, golpeados por la última crisis financiera, se perpetuará en el tiempo a menos que los gobiernos articulen algún mecanismo redistributivo. Por supuesto, se refiere a una fiscalidad progresiva abandonada en los últimos años incluso por gobiernos de izquierdas como el británico de Tony Blair. ¿Qué sucede entonces con la clásica ley de rendimientos decrecientes? Esto es, aquella que sostiene que los retornos del capital decrecen cuando éste aumenta su participación en la conformación de la renta. Piketty no lo explica o cree que este factor de competitividad no necesariamente afecta a la ratio entre el capital y el PIB. Tampoco explica los motivos por los cuales la fuerza laboral no deba ser considerada capital. Al fin y al cabo, capital humano.
Porque los recursos humanos en las empresas son cuanto más creativos, más variables en la definición de sus costes. La innovación es capaz de producir saltos cualitativos en los procesos, zancadas de gigante que acaban generando mayores retornos o, al menos, una optimización mensurable de costes. Y esa variabilidad creativa incide en la composición orgánica del capital.
En la economía actual, a diferencia de la industrial y preindustrial, el capital humano, cuando es considerado así, no define una mecánica titulada del trabajo, sino su capacidad innovadora y creativa. Es la formación continua, el aprendizaje emocional y disruptivo, el pensamiento crítico y la exploración de las oportunidades que hoy la tecnología ofrece, los factores que pueden salvar al hombre de ser sustituido por la máquina. Un triángulo virtuoso del trabajo (actitud-dignidad-formación) que impide el electroencefalograma plano de la economía y el distanciamiento consiguiente entre las rentas más productivas y las menos productivas.
No cabe olvidar que el concepto de igualdad es un desideratum propio de sistemas totalitarios ya fracasados. Sistemas incapaces de articular las igualdades sociales, económicas o culturales sobre las diferencias biológicas de los seres humanos. Porque la tendencia productiva global apunta justo a lo contrario: no sobreviven en la «larga cola» aquellas empresas y aquellos individuos que no se diferencian. La serialización de los productos conduce al commodity, y los commodities tienden a valor cero. Es precisamente cuando los ciudadanos más individualizan sus consumos, más control de la producción y más poder sobre los mercados adquieren. La economía colaborativa, modelo de eficiencia tecnocrática de gran futuro en todos los sectores, incluido el turístico, requiere consumidores diferentes en posición de realizar intercambios complementarios. No se explicaría el auge de redes de intercambio como Blablacar sin esa marcada diferenciación, pues cómo prestarse mutuamente un automóvil si ambas partes ya tienen el suyo.
Y es que la razón democrática no admite otra igualdad justa que la igualdad de oportunidades. Por lo que gobiernos y ciudadanos están comprometidos democráticamente a construir esa igualdad asegurándose la educación y formación debidas, que en una perspectiva histórica contribuiría al acortamiento de la mencionada brecha entre las rentas del capital y las rentas del trabajo. Más aún, la perspectiva digital podría causar un vuelco en la situación actual y que, en el futuro, el factor trabajo tuviese un mayor impacto en la renta de algunos países que el hasta ahora dominante factor capital. La repentina capitalización de empresas como Airbnb o Whatsapp, capaces de alcanzar valoraciones de hasta 10.000 millones de dólares con apenas 50 trabajadores, apuntan a esa tendencia.
Así pues, ¿por qué no podemos pensar que en un futuro no muy lejano el capital humano será una forma de capital tan o más importante que la maquinaria de hoy? Si este fuera el caso, lo que más nos debería preocupar como ciudadanos sería la igualdad de oportunidades en educación y formación, de tal manera que quienes más se esforzaran en formarse, sin perjuicio de la capacidad innata, serían los ricos del futuro.
Por supuesto que el estudio de Piketty está bien documentado y es prolijo en estadística de reparto de rentas por países y áreas económicas. Las sociedades occidentales anteriores a la Primera Guerra Mundial estaban dominadas por una oligarquía de riqueza heredada que el keynesianismo y el fuerte desarrollo industrial posterior a la Segunda Guerra Mundial se encargaron de desbaratar. Pero la historia reciente demuestra que los profundos cambios estructurales provocados por la tecnología no perpetúan el sistema de distribución de rentas y que las empresas de mayor capitalización bursátil (Apple, Google, Microsoft, Amazon) no existían tres décadas atrás, sino que han nacido de la meritocracia y el talento de sus jóvenes creadores.
En un mundo más creativo y tecnológico donde el capital humano sea la principal fuente de riqueza, las rentas más altas estarán exigidas por el valor ascendente del talento y no podrán perpetuarse en su ausencia. La acumulación de capital no humano sufrirá un desgaste progresivo en favor de la innovación, la diferenciación y la cooperación. Nuevas vías de financiación colaborativas podrían fluir hacia los proyectos más audaces y disruptivos que limitan, sin la intervención de correctores fiscales, el aparentemente injusto embalse de la riqueza no productiva.
Fernando Gallardo |