Sinestesia o el viaje psicodélico hacia la felicidad

Para gustos, los colores… ¿O no? A algunos les sonaría extraño el aserto si no fuera porque tal es el dicho popular. ¿Cómo el sentido del gusto puede expresarse con colores? Y los números, ¿cabe identificar el número 5 con el color amarillo? Y las letras, ¿puede la letra e expresar el color azul? Tonterías propias de alguien imaginativo, responderá alguno. Y, sin embargo, es cierto como la vida misma que muchas personas experimentan sensaciones de una modalidad sensorial a partir de la estimulación de otra distinta. En un experimento científico hubo quien identificó un piano como una neblina azul, una guitarra eléctrica con líneas anaranjadas o rojizas flotando en el aire.

Hablemos de sinestesia. Simon Baron-Cohen, uno de los investigadores más experimentados en la actualidad sobre la psicología experimental, confirma que determinados individuos son capaces de desarrollar una conectividad anatómica no habitual entre diferentes módulos sensoriales de la corteza cerebral. Ello les permite, por ejemplo, asociar colores o formas policromadas a letras, números y palabras. Es decir, pueden oír los colores, ver los sonidos o saborear la textura de un objeto. Así, para estos sujetos -perfectamente normales, por otra parte- la sinestesia es tan maravillosa como ingerir un tripi o entrar en un estadio místico como el que experimentaba la carmelita Santa Teresa. Su sinestesia les otorga un sentido extra, cuya pérdida lamentarían como si perdieran uno de sus sentidos.

La sinestesia mereció un programa entero de Eduard Punset en Redes, concretamente el capítulo 232, en el que entrevistó al neurólogo norteamericano Richard E. Cytowic. Sus reflexiones me parecieron sumamente curiosas, como el hecho de que lo sinestésico pone de manifiesto que la Sigue leyendo

Soñar… y mear mucho

Se habla en todas partes de innovación. No necesariamente como un abrazo incondicional a la tecnología, no como una investigación científica, sino mediante la incorporación en el proceso productivo de elementos mejorantes o iniciativas eficientes. Innovar para salir de la crisis, para ser mejores, para ser distintos. Lo vengo leyendo ya por todos los blogs, incluso en alguna valla publicitaria o grafito parietal. Sí, innovar es la palabra de moda, la virtud de fierabrás.

Pero, ¿sabemos realmente a qué nos obliga la innovación? Me temo que no mucho. Detrás de la palabra aún permanecen escondidos los viejos dogmas, las mismas actitudes cerriles, los irrenunciables principios (y finales) conservadores, ese inmovilismo que no lleva a ninguna parte. Nos vamos familiarizando con el concepto de no-lugar, pero exigimos que el espacio tenga sus coordenadas, sus comprensibles dimensiones. Asentimos que debemos cambiar la modalidad de acoger, pero esa no-recepción se resiste a la liturgia de bienvenida porque, a fin de cuentas, un hotel es un negocio. Comprendemos que una habitación no tiene por qué tener forma de L, pero la estiramos un poco y se obtiene la U, también a fin de cuentas otra letra del abecedario. Reflexionamos sobre cómo sorprender en el cuarto de baño, pero el grifo sigue siendo grifo y el lavabo, un lavabo.

Así el talante, a ver quién innova. Ya lo decíamos ayer cuando presentábamos el experimento  de La Ruina Habitada: todo fue un darse la vuelta y mirar de otro modo. No se trataba de diseñar una casa, no de practicar un modelo de arquitectura al uso, no de innovar por la víaWarhol de la convención, puesto que por esa vía no se innova. Hubo que darle una vuelta al pensamiento, a la teoría de los sentidos. Hubo que romper con todo lo hecho. Darle una patada a la historia.

¿O cómo se cree nadie qué pintó Picasso? ¿Qué demonios propuso Málevich? ¿Cómo se ganó la fama Andy Warhol?

Embutido durante más de una década en su proyecto neoyorquino de The Factory, el genio del pop art parecía exhausto de creación (y de fiestas) después de haber tocado todas las artes imaginables: la fotografía, la televisión, el cine, la música, la publicidad, la moda… Nada parecía estar fuera de su área de interés, salvo la pintura. Hasta que, mediados los setenta, al orinar sobre una tela tratada con pintura de cobre descubrió por casualidad la fascinante reacción química que produce la oxidación sobre los materiales. Y se puso a pintar como loco. Metió a toda la gente de La Fábrica a trabajar en su serie Oxidaciones haciendo pis sobre los más diversos materiales en una desenfrenada promiscuidad urinaria. Incrustaba pigmentos metálicos en los lienzos y llamaba a sus amigas y amigos a mear sobre ellos, mear sin parar. Y de este modo Warhol, el genio del pop, se hizo artista abstracto. Como Jackson Pollock. Como Leonardo en su Última cena. Inmortal.

Hoy, Andy Warhol es el segundo pintor más cotizado del planeta y un icono para todas las generaciones de artistas vivas y venideras. Todo gracias a una oportuna meada. Un darse la vuelta y hacer las cosas de otro modo. Porque eso es la innovación, o así se encara el proceso de innovación, pensando las cosas sin la losa del pasado, sin el rigor académico, sin falsos ditirambos. Indagar en los espacios, transgredir lo consuetudinario, perturbar la tranquilidad de la emoción, romper lo indisoluble y lo indisociable.

Y pensar de tanto en cuando con el aparato urinario, como hacía Andy Warhol.

Fernando Gallardo |

Los sentidos en su tinta

casado_y_guia El día que Antonio Fernández Casado visitó La Ruina Habitada apenas podía disimular tras sus ojeras el madrugón que debió soportar para hacerse el viaje desde Madrid. Le picaba la curiosidad de ver lo que habíamos creado y tocar lo que parecía ser una alucinación matinal en concepto y en forma. Al salir del coche no dio crédito al desastre de obra que se percibía, y tuvo que restregarse los ojos para elucidar si aquello había merecido el viaje. ¿Quién de los tres padecía una mayor locura? El arquitecto, tal vez, que le estaba explicando animosa pero incomprensiblemente los pormenores de su obra. Yo mismo, por haber inducido el engendro de una fachada totalmente arruinada. O él, que le había raptado unas horas al sueño por asistir a semejante escarnio.

El día que Antonio Fernández Casado, creador del grupo hotelero High Tech, visitó La Ruina Habitada flipó tanto de ojeras hacia adentro que no pudo resistirse a encargarle a su arquitecto, Jesús Castillo Oli, el primero de sus hoteles cinco estrellas en Madrid. Puede que nada o casi nada entendiera de la Arquitectura de los Sentidos, y menos aún de la atrabiliaria atracción por los materiales de desecho que el alarife sentía en ese recóndito lugar de la geografía palentina. Pero de lo que no tenía ninguna duda era de la capacidad de asombro que transmitía esta obra. Y supo ver enseguida, como empresario afilado, que tales cualidades definían a la perfección las bases del turismo experiencial y la hotelería de las emociones.

Antonio Fernández Casado es un empresario de éxito. Lo conocí hace más de 20 años, cuando dirigía con rectitud y no menos entusiasmo el hotel Ercilla, de Bilbao. Me enloqueció cómo se comía allí y lo bien que se conducía el personal de servicio. Recuerdo incluso que mereció una puntuación alta, de esas que solo los muy grandes podían reclamar… A su labor callada le debía el Bilbao pre Guggenheim el incipiente turismo que tuvo.

Solo una persona de este talante podía cerrar su etapa al frente de un clásico como el Ercilla y embarcarse en la aventura de fundar un grupo hotelero tras su paso por Hoteles Tryp. En compañía de otros cuatro socios y dos grupos de capital riesgo, High Tech Hoteles es hoy una realidad estimulante en el panorama de crisis que viven los hoteles en España. Su estrategia de copar el segmento de categoría media en el núcleo histórico de las ciudades le ha valido un hueco bien consolidado en la planta urbana española con algunos ejemplos significativos de rehabilitación arquitectónica como la Posada del Peine, probablemente el hotel más antiguo de Madrid. Quien lo haya visitado o sumergido en las tripas de cualquiera de sus hoteles en Madrid, Barcelona o Bilbao enseguida comprenderá por qué Fernández Casado sucumbió a esa prueba del algodón que para los hoteleros de los sentidos es La Ruina Habitada. El ladrillo y la vejez de los materiales es un grado.

Una mente así no podía permanecer inactiva en los territorios feraces de la creación y la memoria. Los planos, los bocetos, los números, la ingeniería financiera siempre le han sabido a poco sin las letras. Y por ello, Antonio Fernández Casado ha compaginado desde hace años su pasión hotelera con el internamiento en los vericuetos de la escritura. Su última publicación en papel, la Guía histórica de fondas, posadas, hoteles, restaurantes, tabernas y chacolís de Bilbao es, sin duda, una obra con encanto. Bien impreso, presentado con elegancia e ilustrado con imágenes de la belle époque bilbaína, el libro rememora un tiempo glorioso solo para amantes de mitos. La lista de estos alojamientos románticos es larga, desde la Posada del Sol Dorado (Paseo del Arenal esquina con Bidebarrieta) hasta el hotel Carlton, al que eran asiduos Hemingway, Lorca y María Callas, pasando por La Terrasse, el Scala o la Fonda del Antiguo.

Al igual que muchos de los huéspedes de La Ruina Habitada, Casado apreció la inspiración literaria que acredita toda obra arquitectónica con mayúsculas. Recuérdense los tres libros fundamentales: El elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki; Ornamento y delito, de Adolf Loos; y Rayuela, de Julio Cortázar… Qué cabe esperar, pues, de un hotelero de los sentidos sino la expresión de su talento en las sábanas de una cama o en la tinta de una página. Nos llaman aquí los sentidos en su tinta. Que, como los sueños, sentidos son.

Guía histórica de fondas, posadas, hoteles, restaurantes, tabernas y chacolís de Bilbao. Antonio Fernández Casado. Ed. BBK Temas Vizcaínos 406/407. 180 pág. ISBN-978-84-8056-277-5. Precio: 9 euros.

Fernando Gallardo | Sígueme en Twitter @fgallardo Comparte este artículo

Nuda veritas

nuda veritasQué hermosa imagen la de esta mujer desnuda… Es una obra superlativa del pintor vienés Gustav Klimt, en la que su atractiva y erótica mirada turba al espectador, lo inquieta, le arrastra a la espasmódica pulsión de la verdad. Sujeta en su mano derecha un espejo donde nos presenta la «verdad desnuda» que enuncia la pintura.  Sobre su cabeza se lee: «Si no puedes gustar a todos con tus hechos y tu arte, gusta entonces a unos pocos. No vale la pena gustar a muchos. Schiller».

Es la frase emblemática del libre pensamiento, el puño del arte sobre la mesa de los cobardes, de los incrédulos, de los indolentes. Las tonalidades rojizas del cabello y del pubis de esta mujer elude el falso puritanismo de quienes viven entregados por conveniencia a lo políticamente correcto. La verdad, cuando se desnuda, es erótica; pero también hierática. No sé si lejos de Tiziano e Ingres, no sé si más cercana a Boticelli. Habría que discutirlo.

La verdad desnuda nos atrae. Nos invita a reflexionar sobre lo que vemos, lo que tocamos, lo que escuchamos. Cuestiona los hechos y los pensamientos. Nos acerca lo real o nos distrae de lo cotidiano, tan superfluo. Y, aunque nos cueste aceptarlo, nos devuelve a la ineluctable realidad de lo reluctante. Gracias, Joyce, por inspirarme el guión cotidiano de mi palabra interior en el tercer capítulo de tu Ulises…

¿Qué podemos aprender nosotros de tal imagen? Alguien dirá que, después de todo, un hotel es siempre ese espacio que nos rapta de la realidad y nos coloca en las manos celestiales de la nuda veritas… ¿O no todos los hoteles inspiran en sus espacios esta verdad?

Cocineros del balón

ocvirk “Limítate a hablar de comida”, le espetó un cocinero español cuyo nombre prefiero callarme a la periodista argentina Verónica Ocvirk cuando lo fue a entrevistar. La respuesta zahirió su respetabilidad profesional, como si mi colega se hubiese extralimitado en el normal desempeño de su crítica gastronómica. Me lo vino a confesar ella dolida por el desencuentro y atónita, más que nada, por el limitado nivel cultural del aludido maestro de los fogones.

“A mí el periodismo gastronómico tradicional me aburre bastante”, me confesaba Vero, “te juro que me duermo sobre el teclado nada más de pensar en tener que escribir la Oda al Palmito. A mí lo que me encanta es la gastronomía desde su carácter social, y mi sueño, uno de ellos, es que entre todos pensemos cómo podemos hacer para que la alta cocina llegue cada vez a más y no a menos personas”.

Ante semejante confesión, no quise hurgar en la herida. Quizá no me hubiera yo atrevido a confundir, como compatriota del entrevistado, a un pinche con un cocinero. Porque si el interpelado se resistía a opinar sobre otras melodías que no fueran las de sus sartenes a mí no me cabe ninguna duda de que su categoría coquinaria es la de un pinche, con todos mis respetos para los menestrales de la cocina. Alguien me podrá recordar que yo mismo dije en una ocasión que a un futbolista no se le pueden pedir entrevistas finas, pues donde debía demostrar su habilidad era en el regate fino, con las botas y no con la lengua o con la pluma. Pero es que un cocinero de élite hoy en España es un artista, y como tal debiera ajustarse a los requerimientos intelectuales de la llamada intelligentsia.

De ahí que no se haya entendido bien por qué un genio de la cocina como Ferran Adrià fuera invitado de honor a la Documenta de Kassel, que es un non plus ultra para la vanguardia artística. ¿Qué hace un cocinillas en el parnaso de los músicos, los pintores y los poetas? Pues eso, estar por encima de todo, pensar, elucubrar, imaginar y, después de todo esto, crear. El acto de creación nunca llega solo de equipaje. Marcar el paso, llevar la batuta, exige muchas horas de sacrificio y un destello de tensión transformadora, para lo cual se requiere eso que denominamos conocimiento. O la materia gris que regirá toda nuestra sociedad durante las próximas décadas.

Sí, amiga Ocvirk, aquel que en sus fogones solo habla de comida es un simple pinche. Por eso, la estatura de un chef se mide, antes que delante del fuego, en las llamas feraces de su cavilación interior hasta dar con la fórmula, crear el concepto. Por eso, los talleres Adrià, Arzak y Aduriz se parecen tanto a los laboratorios del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Por eso, cuando accionan el mando de la pacojet, hacen magia con el nitrógeno líquido o someten a observación un cultivo de puras hierbas su discurso nos invita a razonar sobre los sentidos, los deseos, los hábitos, el amor, la esperanza, la vida…

“Uno tiene un trabajo, y tiene que ganar plata con eso, claro que sí”, me subraya la periodista en un sentido correo. “Pero antes tiene una vocación, una misión que cumplir. Mi tarea, por ejemplo, es contarle a la gente que un buen cocinero, uno de alma, cumple algo tan simple y tan bello como dar de comer a la gente. Por eso amo tanto a la buena cocina. Porque en el fondo es amor, purito amor”.

Supongo que tal es la razón de que en España, entre los artistas de la cocina y los artesanos que siempre han dado de comer a la gente con mucho amor y mucha entrega personal, haya una legión de pinches que al no saber hacer la o con un canuto optan discretamente por el regate corto y hablar de balón.

Fernando Gallardo

Qué culpa tiene el atún y no el tomate

Me sumo al grupo de discusión que Francis Paniego acaba de abrir en Facebook por invitación suya, en la cual me otorga, sin considerar mis merecimientos, los atributos de administrador. Gracias, amigo Francis. Es rigor, este debate abierto por un cocinero que se niega a cocinar atún rojo en la carta de verano de su restaurante Echaurren nos debe servir para reflexionar sobre la vida, el hedonismo, el consumo material, el orden de nuestra existencia, el sostenimiento planetario y otras mil cosas que se nos podría ocurrir delante de un sashimi o un niguiri de tal manjar.

Lo previsible en estos encuentros sociales soportados por Facebook es perder la capacidad de raciocinio bajo el pretexto de la solidaridad, el buenismo político, la militancia ONG o el sectarismo medioambiental. Por eso intento anticiparme al vociferio reivindicativo y proponer en este Foro una reflexión serena y colectiva sobre qué hacer cuando la pesca intensiva de los túnidos en nuestros mares pone en peligro su supervivencia como especie.

Qué estúpidos somos los seres humanos que nos gusta tanto el atún. Porque, en primer lugar, es preciso reconocer que esta próxima crisis atunera está causada por el descubrimiento que nos han provocado los cocineros de élite, los buenos restauradores, de estas carnes rojas de los mares. Antes no existía semejante devoción gastronómica, tal vez porque la humanidad ingería el pescado como un simple aporte proteico a su alimentación. Ahora, la cultura obliga. Y cuesta trabajo renunciar al toro, como cuesta trabajo renunciar a un buen rioja.

Qué estúpidos somos los seres humanos que necesitamos la cultura casi tanto como la ingesta para vivir. No basta con perpetrar la sangría de una almadraba como las que se organizan cada año frente a las costas de Barbate y Zahara de los Ídem. Quien haya visitado alguna vez el mercado central de Tokio –lo aconsejo fervientemente porque es un espectáculo- recordará la precisión quirúrgica que se le hace a los atunes recién desembarcados para rebanar con sutileza florentina unos filetes de aspecto aseado y abrillantado por los maestros de la pescatería nipona. No se mima así un alimento que llevarse a la boca si no es por el empeño culterano de dignificarlo como una preciada joya. En el ideario colectivo japonés, y cada día más en el occidental, el atún rojo se codicia por encima de otros manjares. Luego a nadie extrañe el hostigamiento que sufre la especie en todos los mares.

¿Cómo prevenir su exterminio? La pesca extensiva determinará con el tiempo la consideración de este manjar como un bien escaso y, por tanto, sometido a los vaivenes de la oferta y la demanda y a toda la ciencia económica que estudia la escasez de los recursos naturales. El atún no escapará a las leyes del mercado, como tampoco escapan ya los supuestos recursos ilimitados como el agua o el aire. De hecho, la mejor manera de esquilmar un territorio es enajenarlo del mercado. Ya que el bosque no es de nadie, quemémoslo. Ya que el agua no es de nadie, virtamos en ella todos nuestros lixiviados. Ya que el aire es abundante, gases industriales van… Y que el viento sople mejor hacia el vecino.

La cantinela solo cambia cuando todo bien es económico. Entonces, si hay que pagar por contaminar lo preferible es calcular esos costes y que repercutan sobre el precio final del producto. La competitividad de la producción, en su fomento de políticas de ahorro de costes, llevará en pura lógica a contaminar menos. Al contrario, la intervención de los gobiernos en el mercado desbaratará los equilibrios cambiantes de la oferta y la demanda, con las consecuencia que todos conocemos en otros ámbitos. Las vedas, sin un gobierno mundial todavía legitimado, supondrán una ventaja añadida para aquellos países que no acepten respetarlas (sirva el ejemplo de la caza de ballenas). Aún peor, las moratorias o la prohibición total generan enseguida un floreciente mercado negro en el que el furtivismo se iguala en prácticas, hábitos y organización al narcotráfico.

También es verdad que la confianza social en la autorregulación de la actividad por su valor de mercado –creciente, desde el instante en que el consumo adquiere una ejemplaridad culta; fluctuante, cuando la actividad es sujeto de especulación– suele provocar una tendencia imparable al aumento de las capturas. Mientras haya mercado para los túnidos, la pesca de cerco será el sistema óptimo para la depredación eficiente. Y pensar que la educación para la sostenibilidad obtenga sus réditos inmediatamente es una ingenuidad. La ética sostenible no es una prioridad para ninguna de las generaciones productivas en fecha actual.

Me temo que caben pocas actuaciones eficaces para satisfacer la inquietud de Francis Paniego por la mortandad túnida en nuestras mesas. Su iniciativa es una proclama de rebelión, una llamada de atención a todos los chefs epígonos de Tetsuya Wakuda. En este grito desesperado deseo introducir un fa sostenido que facilite el diálogo teórico entre los defensores de la pesca extractiva y los industriales de la piscifactoría. Los amantes de la buena mesa, una verdadera legión de depredadores túnicos en el mundo, deberían resignarse a ingerir otros atunes menos sabrosos y jugosos que los salvajes, como el turista inquieto se resigna a visitar la otra cueva de Altamira, junto a la auténtica, a sabiendas de que su actitud resignada garantiza la conservación de la original, que siempre podrá ver en vídeo en su casa.

Lo comentábamos el otro día en este mismo Foro, existe una sed de monumentalidad y de valores identitarios que nos conduce a crear paraísos artificiales. Gozamos de iconos en sí mismos y no de aquello que representan, cuya autenticidad al fin y al cabo no es más que un valor pequeño burgués de nuestra civilización occidental. Si el argumento cabal contra la pesca indiscriminada del atún es la sostenibilidad de la especie, démonos el gusto culinario de engendrar una especie que sea más sostenible y compartamos la insatisfacción de “no oler” el toro original con otros 6.400 seres humanos.

El futuro de la biodiversidad está en los transgénicos, en la cocina molecular, en el ciclamato, el salginato y todos los “atos” que vayan inventando los científicos de la cosa. Sepan quienes reivindican la autenticidad de las Torres del Paine, Macchu Pichu, Venecia o las cuevas de Altamira que su sensorialidad pequeño burguesa provoca hoy unos niveles de contaminación insostenibles, una degradación en muchos casos irreversible y, posteriormente, la completa destrucción de lo auténtico. Vivimos, piénsenlo, la auténtica historia del expolio de los mares, el saqueo del arte, la depredación de cuanto el planeta nos ha legado.

Nosotros no hemos venido aquí a destruir, sino a construir. No a robar, sino a regalar. Por eso me parece que la defensa a ultranza de esa autenticidad en la cocina, la cocina de los valores tradicionales que defiende Santi Santamaría, nos empuja irremediablemente a seguir con este impúdico pillaje.

Desde el palimpsesto del atún rojo hablemos mejor de espiritualidad, de arte culinario, de una cocina en la que cualquier materia prima, desde la más humilde a la más exclusiva, se dignifique y signifique por la mano del artista. Como el hierro galvanizado y la uralita de La Ruina Habitada.

Hablemos de una cocina de los sentidos.

Fernando Gallardo