Se habla en todas partes de innovación. No necesariamente como un abrazo incondicional a la tecnología, no como una investigación científica, sino mediante la incorporación en el proceso productivo de elementos mejorantes o iniciativas eficientes. Innovar para salir de la crisis, para ser mejores, para ser distintos. Lo vengo leyendo ya por todos los blogs, incluso en alguna valla publicitaria o grafito parietal. Sí, innovar es la palabra de moda, la virtud de fierabrás.
Pero, ¿sabemos realmente a qué nos obliga la innovación? Me temo que no mucho. Detrás de la palabra aún permanecen escondidos los viejos dogmas, las mismas actitudes cerriles, los irrenunciables principios (y finales) conservadores, ese inmovilismo que no lleva a ninguna parte. Nos vamos familiarizando con el concepto de no-lugar, pero exigimos que el espacio tenga sus coordenadas, sus comprensibles dimensiones. Asentimos que debemos cambiar la modalidad de acoger, pero esa no-recepción se resiste a la liturgia de bienvenida porque, a fin de cuentas, un hotel es un negocio. Comprendemos que una habitación no tiene por qué tener forma de L, pero la estiramos un poco y se obtiene la U, también a fin de cuentas otra letra del abecedario. Reflexionamos sobre cómo sorprender en el cuarto de baño, pero el grifo sigue siendo grifo y el lavabo, un lavabo.
Así el talante, a ver quién innova. Ya lo decíamos ayer cuando presentábamos el experimento de La Ruina Habitada: todo fue un darse la vuelta y mirar de otro modo. No se trataba de diseñar una casa, no de practicar un modelo de arquitectura al uso, no de innovar por la vía de la convención, puesto que por esa vía no se innova. Hubo que darle una vuelta al pensamiento, a la teoría de los sentidos. Hubo que romper con todo lo hecho. Darle una patada a la historia.
¿O cómo se cree nadie qué pintó Picasso? ¿Qué demonios propuso Málevich? ¿Cómo se ganó la fama Andy Warhol?
Embutido durante más de una década en su proyecto neoyorquino de The Factory, el genio del pop art parecía exhausto de creación (y de fiestas) después de haber tocado todas las artes imaginables: la fotografía, la televisión, el cine, la música, la publicidad, la moda… Nada parecía estar fuera de su área de interés, salvo la pintura. Hasta que, mediados los setenta, al orinar sobre una tela tratada con pintura de cobre descubrió por casualidad la fascinante reacción química que produce la oxidación sobre los materiales. Y se puso a pintar como loco. Metió a toda la gente de La Fábrica a trabajar en su serie Oxidaciones haciendo pis sobre los más diversos materiales en una desenfrenada promiscuidad urinaria. Incrustaba pigmentos metálicos en los lienzos y llamaba a sus amigas y amigos a mear sobre ellos, mear sin parar. Y de este modo Warhol, el genio del pop, se hizo artista abstracto. Como Jackson Pollock. Como Leonardo en su Última cena. Inmortal.
Hoy, Andy Warhol es el segundo pintor más cotizado del planeta y un icono para todas las generaciones de artistas vivas y venideras. Todo gracias a una oportuna meada. Un darse la vuelta y hacer las cosas de otro modo. Porque eso es la innovación, o así se encara el proceso de innovación, pensando las cosas sin la losa del pasado, sin el rigor académico, sin falsos ditirambos. Indagar en los espacios, transgredir lo consuetudinario, perturbar la tranquilidad de la emoción, romper lo indisoluble y lo indisociable.
Y pensar de tanto en cuando con el aparato urinario, como hacía Andy Warhol.
Fernando Gallardo |