Bob Dylan lo advirtió: los tiempos están cambiando. Y pese al medio siglo transcurrido desde entonces mucha gente aún no parece darse por enterada. Lo observo en la calle, en las redes sociales, en los foros políticos, económicos y culturales. El siglo XXI cumple ya su séptima parte, o casi, y muchos siguen encallados en la realidad de la vieja sociedad analógica que retrocede, a veces muy sutilmente, ante la nueva sociedad digital.
Los defensores del papel, los reacios a reunirse en videoconferencia, los escépticos del bitcoin, aquellos a los que les cuesta mantener una conversación en Whatsapp, los antimaquinistas o renuentes a la robótica, los incrédulos frente a los drones, los adalides del derecho a la privacidad, los paladines de la economía social de los bienes escasos, los hippies amurallados frente a la transgenia, los epígonos de la igualdad, los simples espectadores del Big Data, los nacionalistas trasnochados, los antiglobales, los antisistema, los conservadores, los enterradores… Todos parecen no enterarse de nada de lo que está pasando. Salvo que un avatar los abduzca y los contagie de modernidad.
Me he levantado hoy con la lectura de una bloguera, María Phillips-Sandy, en las páginas de opinión del New York Times. Su sensibilidad y enfoque me han animado a publicar un extracto del relato en que sitúa este aserto −The Times They Are a-Changin’− bajo el plano de la experiencia personal de su madre.
![]() |
![]() |
«No me gusta que compartas tus datos personales con extraños», dijo mi madre.
Corría el año 1993 y el motivo de su queja no era otro que escribir ensayos divertidos sobre música y mi vida, fotocopiarlos en el colegio y enviarlos por correo a mis lectores en lugares tan exóticos como Illinois y Oregon. Me faltaban aún dos años para descubrir Internet, pero gracias a la revista de música indie Sassy para chicas adolescentes había descubierto el mundo de los fanzines, que no eran sino blogs en papel, si se quiere utilizar una referencia actual.
Me llegaban a casa los primeros números de mis publicaciones, por supuesto sin que mis padres se enteraran. Pronto se hizo imposible ocultar la cantidad de sobres que recibía, algunos de ellos dirigidos a Kelp, que era el título de mi fanzine. A mi padre le hizo cierta gracia, pero mi madre comenzó enseguida a preocuparse por mi privacidad. Sí, puse mi nombre real, la dirección del remitente y la información personal en cada número −razoné−, pero vivíamos en un apartado lugar del estado de Maine. Las probabilidades de que un desgraciado me encuentre aquí son escasas, aduje. Además, quienes me leían no eran ningunos bichos raros. Un profesor en Boston, un estudiante universitario en Florida, un escritor de Nueva York y cientos de adolescentes como yo, ansiosas de relaciones más allá del ambiente sofocante de un pueblo pequeño. Leían lo que escribía y me devolvían sus comentarios. Formábamos una comunidad vinculada por intereses compartidos y no estaba dispuesta a abandonarla solo porque alguien, en teoría, pudiera rastrear mi dirección de correos y averiguar dónde residía.
Mi madre propuso entonces una solución de compromiso. Podría continuar compartiendo información personal sólo si utilizaba la dirección de la oficina de mi padre. Entorné los ojos y acepté.
Los tiempos cambian, y las madres también. Años después de publicar el último número de mi fanzine, mi madre se abrió una cuenta de Facebook que empezó a utilizar para comunicarse con sus familiares lejanos, además de publicar comentarios ingeniosos sobre política o el Earl Grey que le servían en su tienda de té favorita.
Como muchos usuarios de Facebook, vigila con sumo celo las opciones de privacidad de su perfil. Pero, por ahora, su obsesión no le ha impedido subir fotografías de los viajes que ha realizado, ni las travesuras que hace su perro en casa. Incluso se complace cuando la gente comenta sus posts, emocionada de poder escribir algo y obtener respuesta.
Años más tarde dio el salto a Twitter. Su primer texto en 140 caracteres rezaba: «estoy tratando de averiguar si hay alguna razón para utilizar esto». Enseguida se quedó pegada con esta red social, y cuando la campaña electoral de 2012 empezó a caldear el ambiente no pudo resistirse a entrar en el juego político. Siguió las noticias a través de su timeline, ganaron peso sus opiniones y aprendió a hacer uso de los hashtags. Tanto que sus comentarios acabaron llegando a un público cada vez más amplio.
Entonces, una tarde, recibí un sms premonitorio: «Quiero más seguidores en Twitter. Creo que mis dos últimos tuits no estaban mal».
¿Qué hace una hija obediente? Me conecté a mi propia cuenta de Twitter y le pedí a cada uno de mis seguidores —una mezcla de amigos, conocidos y desconocidos— que siguieran a mamá.
Fernando Gallardo |