El declinante poder de la institucionalidad

críticosHace unos años, la revista DT entrevistó a los críticos más rutilantes del momento: Carlos Boyero, cine; Víctor Lenore, música; Rosa Belmonte, televisión; y quien esto escribe, en hoteles. Nuestras opiniones gozaban de un alto crédito entre la población interesada en estas disciplinas, que sumaban cientos de miles o, muy probablemente, millones de lectores. Recomendar un establecimiento hotelero otorgaba un gran favor tanto a su propietario como al que lo disfrutaba después como huésped, y no había día en que mi buzón —el electrónico y el físico— se llenara de agradecimiento, cumplidos y experiencias contrastadas que servían para incrementar el acervo personal de información turística organizada en una potente base de datos.

Hasta que aterrizó Tripadvisor y toda su artillería tecnológica haciendo enseguida pequeña esa base de datos de 13.000 hoteles a razón de 280 datos sobre cada establecimiento. Me imagino que ninguno de mis colegas convocados por la revista DT llegarían nunca a poseer una base en SQL con 3.640.000 datos organizados como aquella, que sigue hoy marcando mi agenda diaria en las críticas hoteleras de EL PAÍS, en la web Notodohoteles.com, y en mis otras actividades conexas al mundo hotelero, como este mismo Foro de la Ruina Habitada. Pero lo cierto es que los cientos de millones de datos que almacenan estos gigantes mundiales (Tripadvisor, Trivago, Booking, Expedia, etc.) atronaron desde el horizonte con la opinión crítica de millones y millones de viajeros. El epitafio de mi actividad, como el de mis colegas en el cine, la televisión o la música, estaba escrito. Nada podíamos contra la libre expresión de tantos millones de opinantes (sin licencia) nacidos para disputarnos el puesto de trabajo y, lo que aún era más importante, nuestro aura de intocabilidad.

Obviamente, el sentido común me desaconsejó la huelga como arma política contra las supuestas opiniones piratas. No monté en cólera insultando a sus adalides, ni organicé ningún lobby para solicitar la regulación de este nuevo sector. Tampoco me sentí discriminado por el hecho de que mis opiniones sí pagaban impuestos, ni reclamé al Gobierno una acción contundente contra la evasión fiscal. Al contrario, abracé inmediatamente el compromiso de competitividad que la aparición de estos nuevos actores imponía en mi púlpito profesional. Recuerdo que en los seminarios de innovación hotelera que organizaba por aquellas fechas me convertí en un abanderado de la libertad de actuación de Tripadvisor frente al 90% de los hoteleros que reclamaban a la Administración el control de las opiniones falsas, cuando no la clausura policial de estas aplicaciones que amenazaban el status quo de la distribución turística. ¡Cuántas veces había escuchado las invectivas del sector contra las agencias de viajes y ahora se aliaban con ellas contra el intrusismo de los buscadores! ¡Cuántas veces no habré oído vituperar a los buscadores para después aliarse a ellos (qué gracia, lo llaman SEO) contra los metabuscadores y portales de opiniones!

Ahora le toca el turno a la economía colaborativa. Tripadvisor ya no es el enemigo. Ahora todos los hoteleros se pelean por figurar en las primeras posiciones, no importa si hay que pasar por taquilla. Booking ya no es el enemigo, y todos pasarán por su nueva taquilla cuando suban las comisiones por el plus de conocimiento del cliente. El enemigo se llama Airbnb, se llama Uber, se llama Blablacar… Y muchos sabemos que la historia se repetirá en un bucle insensato y desgastante para los profesionales de la hostelería: en un par de años, todos pagarán por estar dentro del nuevo sistema.

¿Qué es lo que cuesta tanto entender de la nueva economía colaborativa?

La fiscalidad no es problema. Todos los ciudadanos deberían pagar impuestos, sin excepción. Así es que veremos en los próximos años cambios muy profundos en el sistema impositivo, que deberá ser más flexible, adaptado a la era digital y a la globalización de la economía. De lo contrario, la ciudadanía virtual se irá a tributar a Irlanda u otros países mejor adaptados a la nueva sociedad.

La seguridad tampoco es el problema. Las viviendas, el transporte, los servicios, todo tenderá a ser esencialmente seguro por su fuerte dependencia tecnológica. No es posible diseñar hoy un ambiente seguro sin una adecuada tecnología. Y no nos engañemos, la tecnología es un atributo superlativo de Airbnb y no de la hotelería tradicional.

El ambiente no necesariamente es un problema. Una de las señas de identidad en Airbnb es precisamente que conecta mejor con el entorno ciudadano que el común de los hoteles, por indiferenciados, demasiado mecánicos y desconectados de la realidad local. Esta característica no es un defecto, sino todo lo contrario. Es una cualidad muy valorada por las generaciones anteriores. Pero las nuevas generaciones están hoy reclamando y viviendo un ambiente social mucho más compartido, más global y más humano, con mayor arraigo por la oferta de viviendas privadas que incluso por la de viviendas turísticas normalizadas.

El precio no es siempre el problema. Puede que muchos millones de jóvenes naveguen por las paginas de Airbnb en busca de tarifas asequibles, de una ocasión de última hora. Su mayor preparación intelectual con respecto a generaciones anteriores les ha despertado unas ansias irrefrenables por viajar y conocer el mundo a su alrededor, aunque carecen del dinero necesario para financiarse sus grandes viajes. Otros factores no menos relevantes han sido la crisis inmobiliaria y el estancamiento subsiguiente de las clases medias, que han impelido a muchos propietarios acogotados por las altas cuotas de sus hipotecas a poner en alquiler sus viviendas o arrendar una habitación sobrante en ellas. Pero no es menos cierto que un porcentaje considerable de tales viviendas particulares ofrece una imagen paradisiaca que ni el más lujoso de los hoteles a veces está en condiciones de proveer. El color que distingue a Uber es el negro, relacionado con la elegancia y lo exclusivo en la tradición del automóvil.

Lo que sí cuesta entender, de ahí tantos los detractores de la economía colaborativa, es que las nuevas tecnologías, el mundo digital, el conocimiento y la globalización, hayan alterado definitivamente las relaciones de confianza en los mercados. Antaño, el trueque de bienes y servicios se hacía cara a cara. Y si alguien abusaba de la confianza ajena era proscrito en la tribu, obligado al exilio. Con el tiempo, la perfección del sistema de intercambios condujo a la creación de grandes corporaciones con un departamento de control de calidad y de atención al cliente basado en asegurar la identidad corporativa. La marca no solo generaba conocimiento del producto o servicio, sino también la confianza necesaria para consumirlo sin el antiguo cara a cara entre productor y consumidor. Cuando la marca no era suficientemente grande para infundir confianza, el sistema apelaba a la regulación institucional, árbitro de que un ascensor de hotel le evitara a los huéspedes el engorro de subir escaleras o de que el taxímetro impidiera que un taxista desalmado cobrara lo indebido a sus clientes.

El nuevo entorno social y digital está desbaratando, sin embargo, este sistema fundamentado en el capitalismo decimonónico. Un modelo, ora democrático, ora totalitario, en el que el Estado se constituía en el garante único de la confianza entre las partes. No en vano, asistimos estos días al espectáculo insólito de las apelaciones al intervencionismo estatal, no ya por parte de los sindicatos o las fuerzas sociales más inclinadas siempre hacia el poder de lo público, sino por empresarios ufanos en su glosa diaria de la regulación gubernamental de cualquier sector susceptible de ser gestionado desde una app.

Pero el futuro no les pertenece a ninguna de las tres partes. Lo predice el aumento incesante de trabajadores autónomos, modelos de producción y generación de ingresos más individuales, relaciones de intercambio cada día más flexibles y negociadas en virtud de lo esporádico, lo circunstancial o el oportunismo de cada cual. El resultado es una cultura laboral, mercantil y productiva cada vez más propensa a la persona y menos a las grandes instituciones.

En la fertilidad tecnológica crecía el tiempo, parafraseando a Neruda.

Empresas puramente tecnológicas como Tripadvisor, Airbnb y Uber establecen hoy un ecosistema de confianza a través de sus propios mecanismos de calificación mayor que los inherentes a la norma. Los usuarios demuestran así ser más expertos en la evaluación de los servicios en las redes sociales que los inspectores ministeriales. Porque, y esto es lo más difícil de entender para la caspa, los usuarios no son simplemente usuarios. Son también productores y comunicadores, en ese esperpéntico y exótico término de… adprosumer. Tales usuarios-consumidores-productores-comunicadores codifican la reputación online por encima de la confianza tradicional del marquismo. O logran que su marca personal sea más confiable que la marca institucional. Los gobiernos, en el futuro, cumplirán un rol menor en las relaciones ciudadanas.

¿Fraude? Nadie más interesado en cazarlo, desenmascararlo y perseguirlo que los propios usuarios-consumidores-productores-comunicadores en red. Cualquier oveja negra en la familia de los arrendadores de viviendas, los conductores de vehículos, los aficionados a la cocina u opinantes con muchos seguidores en su perfil de Twitter sabe que una experiencia negativa podría significar el fin de su actividad, la negación de su valor, la disolución de su crédito, el escarnio público en la nueva picota virtual. ¿Cuesta ahora entenderlo?

Este escribidor lo intuyó hace ya algún tiempo. Opinar para cientos de miles o millones de personas sin verles la cara, sin sentir siquiera su aliento o desaprobación, constituía un desasosiego imposible de explicar y menos aún de justificar. Una quimera tan inquietante como la de cualquier hotelero trabado en su creatividad por la norma administrativa de obligado y castrante cumplimiento. Por eso, en cuanto fue posible el volver a verse las caras, escritor y lector, crítico y usuario, se renovó el compromiso por el cual si no prescribo con rigor me quedo sin seguidores, si soy un troll me bloquean la cuenta, si rindo un mal servicio mi reputación se esfuma por la alcantarilla. Del mismo modo que si el apartamento es una cloaca o el taxista da bandazos peligrosos sufren el rechazo instantáneo de la red y son vueltos hacia la pared con un mazo de libros en cada mano.

¿De verdad cuesta tanto entender los fundamentos de la economía colaborativa?

Fernando Gallardo |

Un comentario en “El declinante poder de la institucionalidad

  1. Bueno, una vez más das en el clavo, casi de lleno.
    No creo que se trate de no comprender la economía colaborativa, sencillamente se aplica la famosa regla «si no puedes con tu enemigo, únete a él».
    Todos los que luchan contra un nuevo competidor es porque este les está comiendo mercado o los está perjudicando de alguna manera.
    Antes los críticos eran leídos, escuchados, seguidos sin poner nunca en tela de juicio su opinión, y muchos de ellos, sabedores de la fidelidad de sus seguidores, ponían su pluma a disposición de tal o cual «hotel-película-música-etc» que tuviera a bien recambiar el beneficio.
    Un día la sociedad consumidora se despertó y vio que podía dar su propia opinión y todo eso cambió, como tu bien dices, muchos críticos vieron su papel en la sociedad consumidora sensiblemente mermado, porque la opinión colectiva pasaba a tener más relevancia que la de ellos, los críticos.
    Las cosas (plataformas digitales) nacen por que existe una necesidad, bien apuntas tu cuando dices que las nuevas generaciones tienen «hambre» de conocimientos y es por eso que se buscan la vida» para viajar, moverse, conocer otros lugares a costes asequibles, y es aquí donde está el gran secreto que nadie quiere afrontar: costes asequibles.
    Un taxista, que paga sus impuestos, no tendría que competir contra Uber si sus «carreras» tuvieran precios «honestos y asequibles», pero como se quieren forrar con cuatro viajes al aeropuerto, es normal que la gente «se busque la vida»
    Se llama «economía de mercado» oferta y demanda, sencillamente: necesidades, y es de allí que nacen las economías colaborativas.
    Los hoteles vivían por libres, luego se sumaron las agencias de viajes, luego vinieron las compañías aéreas, ahora Tripadvisor, y mañana quien sabe, pero como siempre, como desde hace millones de años, solo se trata de «adaptarse y conseguir el objetivo: sobrevivir», después viene todo lo demás, hacer negocio, forrarse y el bucle continíua.
    Gracias Fernando por escribir un post tan claro sobre algo tan «humano». Un seguidor.

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