¿Puede un robot sufrir depresión? Después del trágico suceso del Airbus 320 de Germanwings estrellado en los Alpes por el copiloto Andreas Lubitz, uno de los interrogantes que todo el mundo se plantea es cuánto debe tener un avión de cerebro artificial o de gestión humana. En España, el Colegio Oficial de Pilotos ha dado una respuesta pública tan inmediata como desafortunada. La primera, firmada por su vicedecano Gustavo Barbas, se lamenta de «que los pilotos no puedan detectar los fallos de sistemas y computadores, y por tanto intervenir y corregirlos», sin plantearse siquiera la situación contraria, esto es, cuándo deberían tomar el mando los sistemas y computadores en evitación de los fallos de los pilotos. O, peor, de las intenciones suicidas padecidas por algunos de los pilotos, como al parecer es el caso del citado Lubitz, que tampoco ha sido el único en la historia de la aviación comercial. La segunda respuesta proviene del propio decano del Colegio de Pilotos, Luis Lacasa, crítico con las decisiones gubernamentales que han propiciado la liberalización del transporte aéreo y, como consecuencia de ello, que el mercado haya creado «un nuevo mapa de ruta para la profesión de piloto, desarmándola de sus fortalezas tradicionales».
Desde el fatídico 11-S se han incrementado hasta la desesperación de quienes volamos las medidas de seguridad en los aeropuertos, sin que sea posible flexibilizarlas hasta que no se discrimine a los pasajeros en función del conocimiento que se tenga de ellos a través de su monitorización social y el rastro online de sus conductas y opiniones. A partir de ahora se habilitarán los escáneres necesarios para detectar explosivos no en los maletines, ni en los zapatos, sino también en el cerebro de los pilotos. A menos que las aerolíneas cedan toda la gestión de los vuelos a los ordenadores de a bordo.
Utópico es pensar en la seguridad total del transporte aéreo, que ya de por sí es el medio de transporte más seguro de todos. Pero algo habrá que idear para defenderse ocasionalmente de los pilotos. A nadie le cabe la menor duda de que manejar un artefacto capaz de volar a 1.000 kilómetros por hora, a unos 10.000 metros del suelo, exige una gran responsabilidad y conlleva un estrés no siempre recompensado con un alto sueldo y extensas jornadas de descanso. Pilotar un avión no es tan sencillo como conducir un taxi o mantener el equilibrio sobre una bicicleta. Los años de estudio y práctica, así como la evaluación constante de las condiciones necesarias para el cumplimiento de esta tarea, merecen todo nuestro respeto y reconocimiento.
Ello no significa que la profesión de piloto —insisto, siempre respetable— deba seguir existiendo en las mismas condiciones que las actuales. Sería un anacronismo patológico y un reduccionismo corporativo intolerable. Los pilotos deben evolucionar como cuerpo y como individuos, probablemente hacia la creación de inteligencia artificial sustitutiva y su adiestramiento profesional. Dicho de otro modo, la incorporación de la electrónica a bordo, y, posteriormente, del pilotaje automático, evolucionan hasta el punto en que algún día los aviones comerciales puedan despegar, volar y aterrizar sin ninguna intervención humana y con la máxima fiabilidad para el pasaje. Los pilotos humanos, entonces, no serán necesarios.
Ese día no está tan lejos. Como tampoco lo estuvo el día en que los Boeing 737 aparecieron con solo dos pilotos, un capitán y un primer oficial, a su gobierno, en lugar de aquellas multitudinarias tripulaciones que gestionaron los primeros vuelos comerciales. Por supuesto, los sindicatos de pilotos reiteraron sus protestas contra lo que consideraban una peligrosa eliminación de personal a bordo. Fue inútil: la aeronáutica demostró que bastaba un par de pilotos para manejar el Boeing 737. Quizá la próxima generación de aviones lleve en cabina a un mero supervisor de los robots encargados de pilotarlos. Y luego, ni siquiera eso, como actualmente no lleva conductores ni supervisores el tren autónomo que comunica la T4 con la T4S en el aeropuerto de Madrid. O como se está preparando ya la nueva generación de automóviles autoguiados en un entorno viario más complejo, sin controladores aéreos.
La robótica es mucho más segura y precisa en la ejecución de tareas mecánicas que los seres humanos. Y, desde luego, no necesita ir al baño a 1.000 kilómetros por hora sobre los Alpes. En los próximos lustros, el 35% de los puestos de trabajo serán transferidos a robots, según anticipan los profesores de la Universidad de Oxford, Carl Frey y Michael Osborne. Uno de estos puestos quizá corresponda al pilotaje de una aeronave comercial.
Yo, si fuera piloto, no estaría preocupado por mi futuro profesional. Ocuparía mi tiempo libre de hoy en anticipar las claves de la navegación robótica, transmitir toda mi experiencia de vuelo a un software inteligente y reflexionar en red sobre los deseos y necesidades de las nuevas generaciones de pasajeros, pues de todo ello dependerá mañana mi sueldo. Como en el resto de la industria turística, el valor del transporte commodity tenderá a cero. Lo que valdrá un sueldo será la experiencia-cliente en cada vuelo. Seguridad, facilidad, velocidad, entretenimiento y empatía en el traslado de un lugar a otro lugar.
¿Cuál será entonces el riesgo de volar? Únicamente, las expectativas defraudadas.
Fernando Gallardo |