
Massimo Vitali for The New York Times
Es inconcebible un hotel vacacional sin piscina. Y, sin embargo, lo único que ha considerado útil la industria hotelera es informar a los huéspedes de las características técnicas de este artefacto y su disponibilidad para la diversión. Lo que, dicho sea de paso, interesa bien poco al usuario.
«Ven y comprueba porqué es un placer poder alojarte en un hotel con piscina durante los calurosos meses de verano», reza la mayoría de las webs hoteleras. «Ofrecemos camas balinesas para los clientes más exigentes, situadas en zonas exclusivas con unas vistas directas al mar o en primera línea de piscina». «Existen dos áreas, la profunda que no supera el 1,5 metros de altura y la no profunda que es de 0,5 metros, de esta forma los padre pueden acudir a su estanque favorito sin temer que sus hijos puedan ser víctimas de ahogos o accidentes». «En la piscina de adultos no se permite el baño a menores de 12 años si no van acompañados de un adulto». Y así lo mismo en todos los establecimientos hoteleros.
Cuesta trabajo referirse a la mística del baño, a sus características espaciales, arquitectónicas u organolépticas. Raya en lo imposible ir más allá del simple chapuzón, la secuencia convivencial o el arresto higiénico, en el caso de las piscinas naturales y de aguas termales.
Pero al contemplar imágenes como ésta de Hofsos, una piscina invernal en Islandia, más allá de la ablución pienso en un hotel diseñado por momentos. Solo o acompañado, sumergido o a flote en la lámina, frío o caliente, azul, negro o blanco… Todo lo que viví como sólido y líquido me transportó siempre al estado vaporoso.
Wellness.
Fernando Gallardo |