No ya el futuro, sino el presente del turismo, se está perfilando Big Data. La demanda de analistas de grandes volúmenes datos acucia al sector de los viajes en general. Tanto que las vacantes de empleo en los próximos años se contarán por decenas de miles en Europa y de cientos de miles en el resto del mundo. Ya no hay excusas para ponerse a trabajar. Ya no hay justificación posible del empleo precario en este cada día más pujante sector económico.
Pero los días de los agentes de viajes cómodamente sentados en un escritorio donde recibir a una clientela extraviada e ignorante en geografía ya se han acabado. Ahora el cliente puede saber del destino mucho más que el expendedor, y eso significa una pérdida de valor notable del agente de viajes. La única estrategia de supervivencia posible no es solo conocer el destino mejor que el viajero neófito, sino sobre todo conocer al viajero en sus propios gustos, necesidades, aspiraciones e idiosincrasia vital. Sin la analítica Big Data no hay futuro para los profesionales del turismo.
Aún así, convengamos en que ese futuro se cierne incierto e imprevisible ante los avances de la inteligencia artificial. Para qué analizar sistemáticamente grandes volúmenes de datos si ya empiezan a existir máquinas que lo hacen más rápidamente y con menos errores que los humanos. Convenzámonos todos de una vez: la robótica es más rápida, más eficiente. Los robots no descansan, no comen, no fuman, no salen de paseo, no abandonan el puesto de trabajo para ir al baño, no emplean ocho horas todas las noches para dormir, no trepidan con los enamoramientos fugaces, no se distraen pensando en la familia o en ir de compras, no se quejan, no levantan la voz, no se enferman y, sobre todo, no tienen derecho a seguridad social.
Al menos desde un punto de vista técnico, los robots están más capacitados que los humanos para serializar la conducta de los clientes y, si aprenden de ellos como hoy empiezan a poderlo hacer, son insuperables en personalizar a alta velocidad la experiencia del cliente. Porque los motores de búsqueda tradicionales ya se ven superados por el machine learning, la máquina que aprende por sí misma de las búsquedas y las reservas que efectúan los viajeros en todo el mundo, según su idiosincrasia y cultura nacional. Sé que da pavor imaginar estas posibilidades. Pero existen y suceden.
No hay más que observar el comportamiento de Airbnb, cada vez más orientado a funcionar como un asistente personal de viajes. Hace escasos días tuve la oportunidad de utilizarlo en la reserva de una vivienda solitaria en medio de un bosque en la región norte de Nueva York y me llevé una sorpresa mayúscula cuando empezó a adivinar, no solo mis gustos personales en el diseño de un viaje, sino la conducta propia en afrontar la selección de la casa, la manera de efectuar la reserva, el tipo de conversación que me gusta con los anfitriones, algunas de mis necesidades concretas, como el equipamiento de baño y de cocina, o la distancia mínima que la vivienda debería tener del camino próximo. El motor de reservas lo había aprendido de mi reserva anterior, en los bosques de Massachusetts, el mes anterior. Incluso se permitió la veleidad de escoger el destino en función del termostato Nest que regulaba la temperatura interior de principio a final de mi estancia. Me he acostumbrado a gestionar mi hogar desde una aplicación en mi dispositivo móvil, a veces desde miles de kilómetros de distancia.
¿Qué sucederá con los algoritmos diseñados para la reserva de hoteles y soluciones de viaje cuando vean asomar desde la nube digital un prototipo de inteligencia artificial que permite saltarse el propio algoritmo al construir un perfil más complejo de los viajeros y adquirir la capacidad de predecir sus necesidades y aun sus propios deseos? Ni que decir tiene que el usuario puede negarse a sumistrar información de sí mismo a estas plataformas, igual que un paciente puede rehusar a contarle al doctor qué mal le aqueja. No existe la menor obligación de acudir al médico en caso de enfermedad, por la misma razón que no hay obligación de reservar en un hotel al salir de viaje.
Quienes libremente aceptan una existencia digital y los beneficios que la anticipación de los deseos aporta a un servicio más personalizado gozarán pronto —si no gozan ya en algunos países— de aplicaciones robóticas incrustadas en el servicio de mensajería de facebook, como GuestU o SnapTravel, capaces de sostener una conversación inteligible sobre una reserva de habitación o un viaje de largo recorrido. A fin de no quedarse atrás, el metabuscador Kayak ha creado igualmente la app Lola, que utiliza la inteligencia artificial en la planificación de los viajes, todavía en un estadio intermedio entre el motor de búsqueda y el agente de viajes. Con ayuda de este sistema móvil, el equipo de expertos en viajes de la aplicación se permiten ofrecer sugerencias a los clientes a un ritmo superior al que ningún ser humano puede realizar.
Alertadas por este desafío robótico, algunas OTAs no han tardado en reaccionar. Booking, la primera, con el lanzamiento de su propia herramienta de chat inteligente hace unos meses, conectada a los comentarios y puntuaciones que los clientes anotan en la ficha de cada hotel. También se complace en anunciar próximamente la incrustación de esta herramienta en el Messenger de Facebook, pese al temor que suscita la inteligencia artificial en el 66 por ciento de las personas que viajan, según admite la propia agencia online.
En los inicios del siglo XX, los viajeros temían la velocidad alcanzada por los automóviles y preferían aún la tracción a sangre. No todos quisieron leer al periodista Pierre Giffard, en cuyo libro La Fin du cheval defendía la tesis del posible remplazo del caballo por la bicicleta y el automóvil. A más de 75 kilómetros por hora, se pensaba en la época, el cerebro humano sufre alucinaciones y corre el riesgo de sufir una trombosis. Nada tan novelesco, sin embargo, como la proclama de la Academia de Medicina de Lyon en contra del ferrocarril, mediado el siglo XIX. El texto no tenía desperdicio:
A más de 32 kilómetros por hora los pasajeros morirán seguramente asfixiados. El paso excesivamente rápido de un clima a otro producirá un efecto mortal sobre las vías respiratorias. El movimiento de trepidación suscitará enfermedades nerviosas, mientras que la rápida sucesión de imágenes provocará inflamaciones de retina. El polvo y el humo ocasionarán bronquitis. Además, el temor a los peligros mantendrá a los viajeros del ferrocarril en una ansiedad perpetua que será el origen de enfermedades cerebrales. Para una mujer embarazada, el viaje puede comportarle un aborto prematuro.
Fernando Gallardo |