Recuerdo que en cierta ocasión, hace ya algunos, bastantes, años, un alto empresario francés al que acababa de conocer me invitó a dar una vuelta en su jet privado. Conectamos personalmente gracias a una conversación sobre el futuro tecnológico de las ciudades y, como quien saca las llaves de su coche, me subió a un Falcon 900LX en la Terminal Ejecutiva de Madrid-Barajas con la promesa de regresarme pronto a casa. El lujo a bordo era apabullante. Enseguida descorchó una botella de champagne y brindamos por el principio de una hermosa amistad, sin los preámbulos bélicos o clandestinos de Rick y el capitán Renault en la película Casablanca. No sabía adónde aquella insólita aventura me conduciría, pero estaba convencido de que sería una experiencia inolvidable.
Apenas dos horas después del despegue, casi sin darme cuenta, mi anfitrión apuntó con el dedo hacia abajo. Por la ventanilla del avión columbré, atónito, las letras de su apellido inscritas sobre la cubierta de un hangar enorme aposentado junto a una pista de aterrizaje. Aquel aerodromo también era suyo, y la mansión al borde del lago, y todo el bosque alrededor que aislaba la propiedad de los alentours de París. Desde la doméstica torre de control se divisaba, hacia el norte, la torre Eiffel y el arco de la Defensa. Tomamos tierra y, sin más dilación, entramos en la estancia residencial donde nos esperaba en familia un suculento almuerzo con entrecôte Bercy y paté de Houdan.
«El café lo tomaremos en el mercado de las flores», anticipó haciéndome creer que su jardín disponía de una pérgola donde degustar las mignardises parisinas con vistas a la explosión floral de aquella primavera. Pero no, le seguí los pasos y enfilamos de nuevo hacia el aerodromo. En media hora volvimos a aterrizar en un lugar que me era un poco más familiar: Schiphol, el aeropuerto internacional de Amsterdam. Una limusina vino a recogernos al pie de la escalerilla con destino al Bloemenmarkt, la famosa lonja floral de la capital holandesa establecida desde 1862 sobre unas barcazas atracadas a lo largo del canal Singel. Tecnología inteligente para hacer de los Países Bajos el imperio planetario del arte floral.
Cuando la última luz de la tarde encendió los bulbos de los tulipanes iniciamos la vuelta a casa. Dos horas y media más tarde, el Falcon de mi amigo arañó la pista de aterrizaje en Madrid. A bordo de un Porsche Carrera, su chófer me despidió frente al portal donde me esperaba la familia para cenar. En pocas ocasiones, las horas del día rinden lo mismo que los días del año.
Ahora lo llaman turismo de experiencias, pero desde aquel momento intuí en qué se convertiría la industria de los viajes para las generaciones venideras. Con mayores o menores lujos, en horizontes lejanos o riberas próximas, por días, por horas o incluso en un único minuto de gloria, el turismo adquiere su verdadero valor en el gradiente diferencial entre lo esperado y lo percibido. Es el salto atlético de la sorpresa. Es el latigazo anímico de lo impredecible. Es el chute dopamínico de la emoción. Es esa ocurrencia neurocientífica de la que tanto hemos escrito y por ahí denominan ‘factor wow‘ o cómo flipar en colores desde el momento en que la realidad se nos vuelve surrealista.
¡Déjate sorprender, que Wowtrip hará todo el trabajo por ti!, avisa esta nueva plataforma digital de los viajes experienciales. «¿Quieres una escapada pero no tienes tiempo para prepararla? ¿Te gustaría ser sorprendido? ¿Un viaje a un destino desconocido? Tu vuelo más hotel en solo 3 clics, viaja a un destino sorpresa europeo y descúbrelo en el aeropuerto, Wowtrip se encarga de todo lo demás». Los millennials especialmente, aunque no solo ellos, consideran que el destino no constituye ya la verdadera razón del viaje sino el qué y con quién se vive la experiencia turística.
La propuesta no puede ser más sugestiva en situaciones de riesgo calculado. «Si no hay restricciones horarias, intentamos que el vuelo salga a primera hora de la mañana y vuelva a última de la tarde». Exactamente igual a aquella experiencia relatada arriba, cuando me desperté en Madrid sin saber que iba a almorzar en París, tomar un café en Amsterdam y cenar de nuevo en Madrid. «Dos días antes, el viajero recibe información de la terminal aeroportuaria, las restricciones de la compañía aérea, la hora de salida del vuelo y el tiempo que hará en el lugar de destino, aunque el auténtico espíritu Wowtrip es no saber adónde se va hasta minutos antes de la salida».
Y, ¿cómo se decide el destino? Si en verano los usuarios prefieren los lugares al aire libre, las zonas de clima benigno y las playas con plan divertido, en invierno prima la apetencia por destinos culturales y sorpresas bajo techo. Por eso en Waynabox, otra plataforma de las muchas que surgen estos días al calor de la tendencia universal por los viajes experienciales y personalizados, lo tienen muy claro y bien organizado: el destino lo decide un algoritmo.
Fernando Gallardo |
Parabéns pelo artigo. Será que os hoteleiros estão preparados para essa realidade que existe e custa aplica-la nos seus hoteis?