
IKEA ha participado en un estudio dirigido por la doctora en psicología Ditta M. Oliker acerca de cuáles son las necesidades emocionales que conforman el sentimiento hogareño o de pertenencia a una comunidad en el ámbito cultural de Occidente. Y resulta que son cinco, a saber:
Primero. Seguridad, sentirse pisando tierra, sin que nadie pueda entrar a distorsionar esa sensación introduciendo incertidumbre en los momentos de mayor fragilidad humana.
Segundo. Pertenencia, sentido de pertenecer a una comunidad, ser bienvenido y aceptado.
Tercero. Comodidad, sentirse a gusto en el entorno y manifestarse contento, realizado, con lo que se vive dentro.
Cuarto. Privacidad, poseer el control de cómo pensar, conectar o desconectar con los demás, afrontar la responsabilidad de los actos propios.
Quinto. Propiedad, que no significa necesariamente ser dueño de la casa, sino más bien de tener control sobre el espacio vital en que uno se desenvuelve.
Dicho estudio abunda, además, en la idea que los europeos sienten un grado de territorialidad superior al de los norteamericanos, para los que en un 40% no sienten que pertenecen a sus hogares. Quizá debido a la movilidad y flexibilidad que la sociedad norteamericana ha vivido con convicción desde su fundación.
Lo interesante de este análisis, en cualquier caso, es aplicar sus postulados psicológicos a la industria turística de manera que sean útiles a la hora de conformar el espacio multimodal en que se perfila el futuro de los alojamientos turísticos. ¿No será por alguno de estos motivos, o por todos ellos, que el número de plazas de viviendas vacacionales haya superado ya al de hoteles en numerosos destinos? Y si esto es así, ¿cuál será la estrategia que debería afrontar ya la industria hotelera para adaptarse a las necesidades hogareñas de sus clientes en lugar de perder el tiempo en la batalla estéril contra los alquileres turísticos?
Seguridad. No se puede decir que la puerta de la habitación represente el ideal de seguridad al que aspira todo huésped de hotel. Si bien su cierre es habitualmente hermético, siempre entran dudas con respecto a cuántos extraños tienen la llave de acceso. Quien haya frecuentado hoteles en todo el mundo sabe que alguien del servicio puede entrar en la habitación a veces sin preguntar. No basta, pues, con cerciorarse elegantemente de que no hay ocupantes dentro. Hay que monitorizar más y mejor a los huéspedes para detectar cuándo han salido de la habitación y nadie se ha quedado dentro.
Pertenencia. Salvo en el caso de grandes marcas internacionales, o en el de hoteles con encanto muy concretos, lo cierto es que la hotelería raras veces se ha ocupado de formar una comunidad de usuarios que pudieran compartir sus experiencias y aspiraciones turísticas. Más bien nunca. La mayoría de los hoteles independientes funcionan al margen de las normas no escritas, fuera de un sentimiento colectivo que pudiera justificar el carácter independiente de su negocio. Aquí la comunidad de usuarios de Airbnb gana por goleada.
Comodidad. En este aspecto hay que reconocer que los hoteles modelizan un nivel de confort muy alto, a veces superior al de las viviendas turísticas. Pero su catecismo empresarial les hace en exceso estrictos para colmar en algunas ocasiones las aspiraciones de sus clientes. Las viviendas son más flexibles, por ejemplo, a la hora de permitir que una familia de seis miembros compartan el mismo espacio. No solo para dormir, sino incluso para cocinar, reunirse, pasarlo bien, compartir experiencias en común. Para hogares y grupos de amigos, la estancia en una vivienda turística es más confortable que en un hotel.
Privacidad. El ámbito personal de la habitación guarda la intimidad requerida en huéspedes procedentes de culturas donde la privacidad es un bien. No se puede decir lo mismo de los espacios públicos, como el vestíbulo, los salones o el comedor del hotel, donde el huésped carece siempre del grado requerido de privacidad por una simple configuración arquitectónica y la lógica estructura del negocio hotelero. El hogar turístico, en este caso, está más resguardado, posee un margen de privacidad más amplio. De hecho, una de las lecciones últimamente mejor aprendida por hoteles pequeños ha sido el privatizar las horas de spa con el fin de lograr una mayor intimidad para sus ocupantes.
Propiedad. Es posible que ni el hotel ni la vivienda de alquiler convenzan a sus moradores de que el espacio les pertenece al menos durante su estancia. Pero es verdad que la vitalidad de un hotel, sus espacios siempre habitados, cuando no vigilados por el personal de servicio, inducen a pensar que uno vive allí de prestado. De hecho, una de las funciones orgánicas de la recepción es hacer notar al recién llegado que ese lugar tiene dueño. Y es quien recibe al otro lado del mostrador.
Fernando Gallardo |