Tokio ha entendido muy bien de qué van los millennials. Se acabaron los tópicos al uso. Nada de templos, de palacios, de jardines, de shogunes, de geishas… Uno mismo, que ha estado varias veces en la capital de Japón, no recuerda haber visto nada de eso. El imán irresistible de Tokio son sus calles atiborradas de japoneses, sus galerías de arte rendidas a la policromía de Yayoi Kusama, sus fachadas comerciales con la firma de Toyo Ito o Kazuyo Sejima + Ryue Nishizawa. Esos cruces como los de Ginza o Shibuya, en los que el pavimento reflectante de blanco ilumina la escena nocturna como si fuera Sigue leyendo
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Las flores de la hospitalidad
Es tiempo de Hanami (花見), el festival de los cerezos en Japón. Desde Okinawa a Hokkaidō, la sakura o flor del cerezo ofrece un rito primaveral sin parangón que nos ilustra sobre el refinamiento de la sociedad japonesa, su cortesía litúrgica y su embeleso contemplativo. El sakurazensen (桜前線) o pronóstico del florecimiento de los cerezos es anunciado, como el parte del tiempo, por el servicio nacional de meteorología. Y, entonces, millones de japoneses solos o en familia se congregan en los parques y jardines a… ¡contemplar los cerezos en flor!
El ensalmo incluso se continúa de noche, bajo la denominación de yozakura (夜桜) o los cerezos nocturnos. La sakura era el emblema de los guerreros samurais, pues en su Sigue leyendo
Hospitalidad japonesa
Si un país simboliza lo que venimos pregonando como liturgias, es decir, ese jardín de elaborados rituales que persiguen la levitación metafísica del huésped en un alojamiento turístico de condición humana debemos viajar al Sol Naciente. Kioto es la expresión de la delicadeza más estudiada. Sus engawa son ceremoniales, sus ryokan, casi celestiales, tanto como casi virginales son sus geishas y sus maikos. Pero no hay que subirse a este altar para comprobar lo poética que es una bienvenida a la japonesa. La capital, Tokio, con su abigarramiento de rascacielos y sus bulliciosas intersecciones de avenidas, nos sorprende en cada rincón con sus devocionarios botánicos que señalan el tránsito de purificación a seguir entre el convulsionado universo exterior y la paz refinada del hogar.
Mediante la escenificación de lo vivido en unos grandes almacenes, el escritor y periodista del New York Times, Oliver Strand, ecualiza el sonido interior de la Sigue leyendo
Perdido en liturgias
¿Qué pensarán de nosotros los japoneses cuando aterrizan en España?, me inquirió esta tarde mi acompañante asombrado de cómo lo agasajaban por un simple güisquito en el penthouse del Park Hyatt Hotel, en Tokio.
– Pues que somos unos salvajes, le respondí sin pensármelo dos veces.
Obviamente no tenemos en España ningún hotelazo de talla parecida a éste de la película Lost in translation, donde Bill Murray comenzaba su viaje con una sátira al modus vivendi japonés y cayó luego rendido a los encantos de ella y de su extraordinaria civilización. La vista desde el ático nos entregaba toda la ciudad a los pies. Pero, lejos de sentirnos dueños del mundo, la otra vista -de unas camareras amables y ceremoniosas como geishas- nos ha empequeñecido hasta pensar que éramos nosotros sus seguros servidores, como se decía antes en el país de la carpetovetonia.
¡Qué liturgia en la terraza! ¡Cuánta mística en el recibimiento! Hartos detalles conceptuales, como el mantenimiento de un vaso de agua fresca en la mesa, unas flores en pequeñas dosis, la música en el tono adecuado, una pulcritud extrema, buena conversación y hasta la humilde factura servida en una carpeta delicada para el recuerdo del huésped…
No habría palabras suficientes en el diccionario para definir la experiencia. ¿Exquisitez? Eso suena pretencioso. ¿Delicadeza? Suena muy cultural. ¿Dulzura? Empalagoso por demás. ¿Obsecuencia? Tal vez demasiado poético. ¿Encanto? Muy manido y no tan superlativo. ¿Hospitalidad? Qué menos en un hotel.
Servicio. Para qué emplear más eufemismos si lo que buscamos, en definitiva, es una atención que nos llegue al alma. Un arte en el recibir. Un rito en la secuencia de la estancia. Una abstracción ceremonial, la percepción de que uno es lo importante. Ya sea en el lujoso Park Hyatt o en cualquier humilde posada de la geografía peninsular, que el buen trato no cuesta dinero. ¿O es que sólo vamos a exigir servicio del bueno a quienes tienen los ojos rasgados?
Sí, hablo otra vez, aquí en Japón, de esa consabida liturgia de la bienvenida.
Fernando Gallardo
Mi ósmosis con Japón
Japón es una escuela para los sentidos. Es el motivo que me lleva hasta allí esta semana. Unos pocos días en Tokio, que siempre ofrece alguna novedad reseñable: los últimos edificios-tienda diseñados por SANAA, Toyo Ito, Herzog & De Meuron… Una escala posterior en Kanazawa, en la costa norte de Honshū, cuyo Museo de Arte Contemporáneo del siglo XXI se va a convertir en la referencia de los centros culturales de última generación. El edificio, proyectado por el dúo Kazuyo Sejima + Ryue Nishizawa, carece de fachada reconocible al ser un círculo descompuesto que ofrece múltiples caras al observador. Algunos juegos visuales van más allá de lo recreativo y se plantean como trampantojos o guiños espaciales. Véase la imagen superior, que nos muestra la instalación del creador argentino Leandro Erlich: una piscina falsa con diferentes planos de visión, se mire desde arriba o desde abajo.
El viaje continuará a Koyasan, lugar pletórico de santuarios budistas y uno de los centros espirituales zen de Japón. Allí dormiremos en un templo sin más confort que el saberse un ente espiritual en este mundo crítico. Será toda una experiencia. Si de allí no salimos fortalecidos en la percepción de los sentidos es que no existe Buda.
Como es de rigor, la última semana significará el retorno a esa casa nuestra que es Kioto. Una ciudad inexistente. O, mejor dicho, la ciudad anónima. Informe. Kioto se descubre en sus pequeñas entradas, en sus accesos iniciáticos, en sus engawas recoletos, en la pequeñas cosas de la cotidianidad. Inimaginable un Gehry, un Calatrava por aquellos lares. Sólo Tadao Ando y los múltiples elogios de la sombra que se proponen en sus tiendecitas incógnitas, en sus restaurantitos de pulcro diseño, en sus galerías de arte minimalista (por la galería y por lo expuesto), en los templetes sintoístas que se serían como fractales en un monte sin énfasis geográfico.
Claro que sí. Volveremos al Templo de las Mil Puertas, al sur de la ciudad. Y, cuando alcancemos la cumbre, que no será antes del crepúsculo, cuando el arrebol celeste se diluya en ese otro arrebol de las hojas de arce en otoño, nos quedará más claro que nunca el axioma iniciático de los sentidos.
La arquitectura de los sentidos es aquella que se siente por ósmosis. Y nada más.
Fernando Gallardo