Qué culpa tiene el tomate… (transgénico)

He seguido de lejos, pero con sumo interés, los Diálogos de Cocina que hoy se han celebrado en San Sebastián, bajo la tutela organizativa del grupo GSR, con quienes organizamos hace unos meses nuestras Jornadas de Innovación Hotelera de la Ruina Habitada. Los equipos del hotel-restaurante Echaurren y el Mugaritz se han mostrado especialmente activos en el tuiteo de las ponencias y me han iluminado sobre aquello que en la sala se debatía. Mi atención estaba centrada, no obstante, en la reflexión que hizo el profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Pere Puigdomènech, acerca de la genómica de las cucurbitáceas y la variabilidad de las especies en el desarrollo de las semillas para cultivo.

Al respecto de la secuenciación genómica me vino enseguida a la mente una vieja conversación con el difunto Santi Santamaría (que Dios le tenga en su gloria y lo ilumine ahora que le asiste sobre los transgénicos) en la que reivindicaba por encima de cualquier otra consideración la denominada «cocina del kilómetro cero». Entiéndase esta corriente filosófica como un apéndice del movimiento slow que obliga a los restaurantes acólitos a cumplir ciertas premisas fundamentales, como son el comprar los alimentos directamente a los productores en un radio inferior a 100 kilómetros y que los productos adquiridos sean ecológicos y cuenten con su correspondiente certificación. Como parece razonable y hasta cierto punto obvio, la propuesta no puede ser más onírica y entusiasmante en la sociedad del bienestar en que vivimos, al menos por el momento. Pero el talibanismo del ecochef mentado provoca numerosas dudas en aquellas sociedades más menesterosas en que el acto de comer no reviste todavía esa pátina cultural que ejerce en nosotros y solo puede ocuparse del abasto energético para la alimentación. Por esa idea talibán, las gentes del desierto estarían exigidos a morder el polvo a menos de 100 kilómetros para su supervivencia.

La demografía de nuestro planeta nos alerta ya de lo que se nos viene encima: en la próxima década, la superficie cultivable deberá duplicarse para alimentar a una población que no cesa de crecer a un ritmo exponencial. Duplicar el suelo robado a los bosques y las selvas… o duplicar su eficiencia tecnológica de manera que en el mismo suelo se pueda cultivar lo mismo y producir el doble. Con este objetivo solo cabe dos opciones tecnológicas: mayor uso de agroquímicos sobre la base de una agricultura convencional o la modificación genética de los alimentos que producimos.

Con las cosas del comer no se juega…, ni con la innovación tampoco. La comunidad científica está convencida de que los alimentos transgénicos no suponen ningún riesgo para la salud, a diferencia de los alimentos producidos por el método tradicional de abono químico. Y también está convencida de que la utilización de las nuevas tecnologías de modificación genética otorga más oportunidades al agricultor en la obtención de mayores rendimientos y menores costes de producción, mayores beneficios para el medio ambiente dado el menor uso de agroquímicos, menores emisiones de gases de efecto invernadero asociados al sistema productivo, así como una mayor calidad nutricional e inocuidad para los consumidores. En el contexto mundial, los transgénicos crecen a una tasa anual del 10 por ciento hasta alcanzar este año los 148 millones de hectáreas en todo el mundo y una superficie acumulada de 1.000 millones de hectáreas en los últimos 15 años.

El futuro es transgénico, no solamente en la manera de alimentarnos, sino también en la manera de curarnos y de prevenir enfermedades. Lo vean o no los epígonos de la agricultura ecológica, nuestros alimentos serán modificados genéticamente para ganar en eficiencia agrícola y nuestros cuerpos también hasta prolongar nuestras expectativas de vida por encima de los 100 años o tal vez muchos más. El uso de esta tecnología es imparable y acelerado, una vez que ya hemos conseguido descifrar el genoma humano al completo.

Por eso debemos redoblar la guardia contra la ignorancia hacia los transgénicos, igual que debemos velar asimismo por que los cultivos con esta tecnología garanticen en todo momento su fiabilidad y sean seguros para la salud humana. Con las mismas, debemos observar mucha prudencia a la hora de defender una alimentación ecológica y saludable -un seguro objeto de deseo- que ya ha conseguido en la mayoría de los países emergentes la etiqueta de «pija». Con las cosas del comer no se juega, ni tampoco con las cosas del placer. Sería una lástima que todo ese esfuerzo de calidad y acercamiento de productos locales a la mesa por parte de nuestros restauradores sean vistos por muchos como el fruto de una «cocina pija», propia de estómagos satisfechos y azagaya burlesca contra los que viven en la miseria del otro kilómetro cero.

Qué culpa tiene el tomate (raf) que está tranquilo en su mata y viene un h… y se lo lleva pa’Caracas (donde, a este paso y bajo semejante satrapía, mucho van a tener que transgenizar sus ciudadanos para seguir comiendo cada día).

Fernando Gallardo |

Un comentario en “Qué culpa tiene el tomate… (transgénico)

  1. Como tú bien escribes redoblar la guardia contra la ignorancia en general no sería mala idea. Y quizá informarnos más sobre lo que comemos. ¡Máss Slow Food y meno Fast Food!

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