En un artículo anterior escribí que en buena parte de los hoteles que visito acabo siendo reconocido y que por eso me extienden de vez en cuando la alfombra roja: una botella de champán en la habitación, wifi de banda ancha en funcionamiento cierto, vistas más seductoras desde mi habitación, reserva en el restaurante confirmada, el coche guardado en el garaje por un menestral y unas algunas prebendas más… También advertí que, por modestia o rectitud, nunca ha sido ésta una prerrogativa que yo haya utilizado con alevosía. Quizá porque mi ética reconoce en los demás la misma credencial VIP a la hora de hospedarse en un establecimiento hotelero.
¿Es factible esta práctica de manera generalizada? Yo creo que sí…, mientras el huésped agasajado no lo chive a los cuatro vientos y reste valor a la exclusividad de este trato. En un hotel que no recuerdo me contaron que así se sintió una señora acostumbrada a dormir en su casa con edredones de plumas de ganso cuando, sin esperarlo, se lo encontró puesto sobre su cama (y ninguna otra cama del hotel los tenía). Alguien apuntaba por ahí que se encontró con un frasco de Hermès en el cuarto de baño (su fragancia preferida) cuando los demás cosméticos eran de la marca Lande, por lo demás bastante insulsos.
Estos detalles VIP son plenamente factibles en la nueva hotelería del siglo XXI. A poco que el hotel escuche a sus clientes, los escrute por las redes sociales o dialogue con ellos antes, durante o después de su estancia, un orbe provechoso de datos y comportamientos se abre ante los monitores de su gestión online. Qué inmenso tesoro el acaudalar ese conocimiento para sorprender a los huéspedes con los agasajos más inesperados, con sus deseos y aspiraciones, con el hilo neuronal de su esencialidad. Que es lo que, en el fondo, le mueve a quedarse en éste y no en otro hotel.
Desde hace algunas décadas, las grandes cadenas hoteleras y numerosos establecimientos independientes gestionan como pueden un CRM, siglas de Customer Management Relationship. Dicho de otro modo, un sistema de gestión de la clientela que, en muchos casos, apenas relaciona más datos que el nombre y apellidos de los clientes, sus números de teléfono y direcciones postales, sus correos electrónicos… Algunos van más allá en sus encuestas u hojas de registro y atesoran datos aparentemente inútiles como su nivel de ingresos, su dentífrico y colonia preferidos, sus gustos culinarios, sus manías y divertimentos, etc. Para todos, un auténtico marasmo de información difícil de manejar y casi imposible de sacar provecho.
Las inversiones en CRM han sido mayúsculas. Un despilfarro en la mayoría de los casos. Aún se recuerda la pifia de quien invirtió 2.000 millones de las antiguas pesetas para un CRM que nunca funcionó como se esperaba en la red nacional de Paradores de Turismo.
Conocer al cliente, relacionarse con él, ¿para qué? Es obvio que saberlo todo de un cliente (incluso lo que él mismo ni siquiera sabe), reconocerlo nada más llega a la puerta, orientarlo según lo espera, superar sus expectativas en el servicio, brindarle la mejor de las experiencias, tratarlo como se merece y más supone un valor altísimo para cualquier negocio, especialmente aquel cuya misión consiste en relacionarse personalmente con él. Las inversiones que se requerirán en el futuro por este concepto serán gigantescas, pues solo un sistema Big Data hará posible dar provecho a la ingente cantidad de intangibles emocionales y comportamientos habituales que aporta la clientela. Solo las compañías globales y tecnológicas estarán capacitadas en el futuro para hacerlo.
¿Significa esto que los hoteles no tienen nada que hacer en la gestión de su clientela? No exactamente. Grandes y pequeños pueden, mientras tanto, invertir algo en la ‘cuenta de la vieja’, es decir, un sistema manual de seguimiento de clientes a través de sus perfiles en las redes sociales. Algunos ya lo hacen, y con bastante rentabilidad.
El grupo Taj Hotels, por ejemplo, realiza desde hace algún tiempo una labor de adoctrinamiento de todo el personal de servicio en el escrutinio de la mayor cantidad de datos posibles de sus clientes, y sin preguntárselo directamente a ellos. Así, cuando uno de sus botones pregunta al huésped que sale del hotel «¿dónde vamos hoy, sir», enseguida lo anota en su agenda, que transmite luego a una base de datos común de la cadena.
Si antes decíamos que todo estaba en los libros, hoy hay que convencerse de que todo está en Internet. Cada día más directores de hotel, o sus recepcionistas, analizan el perfil en Twitter o Facebook de todo aquel que hace en una reserva con la intención de descubrir su personalidad y dispensarle luego un trato tan personalizado como inesperado. Los perfiles personales en las redes sociales han explotado en los últimos años (solo en Facebook se acumulan ya 1.000 millones, el mismo número que turistas en 2012) y constituyen un océano nutritivo para la ‘pesca selectiva’ de los clientes.
El nuevo concepto de servicio ya no es cumplir la solicitud de los huéspedes, ni siquiera responder a sus expectativas, sino adelantarse a sus deseos y superar aquellas con una experiencia ni por lo más remoto imaginable. Imaginemos que un aficionado al golf en su viaje corporativo se vea tentado de de completar un recorrido en un campo próximo. Antes de dirigirse a la recepción para pedir hora, un atento anfitrión se le acercará para confiarle que tiene reservado el campo mañana a las nueve de la mañana porque hasta las 12,30 no empieza su reunión. ¿Intromisión? No, conocimiento del cliente. Porque esto es lo que justamente su huésped iba a solicitar. Más de lo que le cabría esperar.
Así pues, con los itinerarios personales publicado a voz en grito en las redes sociales, ¿para qué preguntarle nada a los clientes en esas infumables encuestas en papel depositadas sobre la mesa de la habitación o en el molesto instante de la despedida? ¿Para qué preguntarles en persona cómo ha sido su estancia en el hotel? «Está claro que te mentirá», le dije una vez a un director de parador orgulloso de saludar a sus clientes frente a la puerta con el ánimo de recabar así su nivel de satisfacción. «Si le miras a los ojos te mentirá», repetí, «nadie se atreve a decir la verdad cuando sabe que una respuesta negativa suscitará un trance incómodo».
Los gestores de reservas de One&Only Resorts se zambullen todos los días en LinkedIn para ver dónde proceden sus nuevos clientes, qué hacen, cuánto ganan y en qué ambientes sociales se mueven. Los siguen de un hotel a otro, viaje tras viaje. A continuación envían a los directores de sus hoteles una ficha detallada de cada huésped con foto incluida.
En su libro Poner la mesa, Danny Meyer, menciona que fue con sus hijos a celebrar el Día del Padre en el hotel (con mucho encanto) Little Nell, en la estación de esquí de Aspen, Colorado. Al volver por la noche a su habitación encontró una foto enmarcada de su esposa y sus hijos junto a la cama. «Feliz Día del Padre de tus amigos en el hotel Little Nell», rezaba en su marco. El conserje había buscado en Internet una foto de la familia para sorprender a sus clientes con este entrañable recuerdo.
En el superlujoso The St. Regis Bora Bora Resort, atiborrado de norteamericanos encarnados al sol, me sentí un poco defraudado (esto de ser crítico tiene sus esperpentos) y resolví abandonar la isla para esconderme en otra más incógnita y paradisiaca. Antes se hablar con el conserje del hotel, éste ya se había informado de mi renuencia a compartir las navidades de 2010 con 400 gringos ataviados de Santa Claus. Fue extraordinariamente amable an atenderme y generoso en conseguirme salir de allí, lo que elevó para mis adentros la cotización del grupo Starwood. En mucho.
Sorprender a priori y también a posteriori. El invierno pasado nos alojamos en el hotel Índigo Patagonia, de Puerto Natales, en el extremo sur de Chile. Tras unos minutos, nos pareció insoportable el frío que hacía en la habitación, impropio de la latitud 51º, 43º, 39º con que se promociona en Internet. Un tuit referido a la cuestión nos delató. Apenas cinco minutos después, sin mediar palabra con la recepción, notamos que la temperatura de nuestro cuarto ascendía. Llamamos para preguntar y, cuál fue nuestra sorpresa, nos respondieron que habían leído el tuit y activado de inmediato el termostato central.
El que lo tiene fácil es el segmento LGBT. Ahora que todo se sabe, y se comparte, resulta imperdonable que el hotel no cuide ciertos detalles para su entera satisfacción. Internet es el mejor avisador. Lo mismo sucede con la clientela femenina. Si en Facebook se ve que es mujer-mujer, ¿a qué fin colocarle una maquinilla de afeitar o un aftershave en el cuarto de baño?
Ya conozco la respuesta. En las conferencias que a veces pronuncio sobre innovación hotelera me atacan con la Ley de Protección de Datos. Ya sé. Los gobiernos y parte de la ciudadanía están empeñados en ponerle puertas al campo. La privacidad, ¡ay!, divino tesoro. Tanto que ha exigido un pronunciamiento constitucional en muchos países de cultura judeocristiana. Compartimos el hecho de que muchas de estas pesquisas en las redes sociales pueden tener dimensiones éticas cuestionables y provocar efectos indeseados. De acuerdo, pero ¿no es lo mismo en la calle? ¿Acaso alguien quiere volver a la época de los ciudadanos embozados tras sus capas? ¿No acudimos a ciertos lugares públicos para ver y ser vistos? ¿No es el mundo actual una pasarela, una feria de las vanidades consentidas?
Siempre nos quedará la protección del sentido común. Y de la informática, aunque no siempre las cookies se puedan borrar. O de la verdad, si es que uno no tiene nada que ocultar. Porque…, ¿a quién no le gusta ser sorprendido y encantado?
Fernando Gallardo |