Bezos al WaPo

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Privacidad, ¿a qué fin? Salvo por la exigencia mercadotécnica de firmar autógrafos cada vez que uno sale al balcón, el anonimato no otorga demasiados privilegios al ciudadano, resignado entre otras cosas a sufrir un bombardeo publicitario incrementado desde el advenimiento de la sociedad digital. El spam en el correo electrónico no cesa de aumentar, así como llueven torrencialmente los anuncios indeseados por parte de distintas webs y aplicaciones a las que uno jamás se ha suscrito en la vida. Hay quien protesta frente a esta invasión con el argumento de que se trafica con datos personales, fruto del incumplimiento que muchas empresas hacen de la Ley de Protección de Datos. Pero yo sostengo lo contrario. No se trafica con datos personales, sino con mercancía impersonal, escasamente documentada, basura al por mayor.

Confieso que esta lluvia negra me está expulsando, como a muchos de mis conciudadanos, de la lectura cotidiana de cualquier periódico en papel y en formato digital. No soporto la violencia de los banners, ni mucho menos la de esos layers que se quedan colgando a mitad de página con el argumento de la gratuidad. También nos salía gratis la televisión y jamás soporté un corte intrusivo de publicidad en la mejor jugada del partido. Los defensores del modelo freemium responden que pasando por taquilla esos anuncios desaparecerían de la vista. Escéptico al respecto, debo recordar que por el quiosco hemos pasado siempre los compradores habituales de periódicos y revistas sin poder evitar la presencia molesta de la publicidad.

Pero es que, además, el argumento del muro de pago genera un efecto perverso en la esencia de la comunicación, que es… la comunicación. Lo hemos vivido muchos profesionales en el seno de las redacciones más puristas, donde los contenidos poseían un rango honorífico que nunca se merecía la publicidad, casi despreciada como un mal menor con el que se financiaban las excelsas redacciones. Los periodistas éramos los sacerdotes de la religión comunicacional, unos más sumos que otros, mientras los publicitarios permanecían como corifeos del producto o descendían al mercadillo de faldones alejados de las redacciones. A mí esa dialéctica nunca me gustó, entre otras razones porque fui enseñado a que información y publicidad eran la misma cosa. El mismo producto.

En realidad, me gusta la publicidad. No la buena sobre la mala, ni la bella sobre la fea. Me gusta la publicidad conveniente. Aquella que se adapta a mis preferencias y se adelanta incluso a mis deseos. Me gusta el ecosistema de mercado creado por Amazon y confío en su capacidad de venderme los productos que necesito, y aun los que no necesito ahora, pero necesitaré después. El qué, el cómo y el cuándo.

Amazon es una máquina formidable de conocimiento humano. Un sistema Big Data que gestiona 152 millones de cuentas y acumula datos ingentes sobre el comportamiento detallado de cada compra, lo que le valió desde sus inicios para construir una tecnología de recomendación que sugiere lo que cada consumidor necesita a poco que lo rastree en la red. A través de una metodología de filtrado colaborativo, Amazon es capaz de mostrar resultados personalizados en páginas web personalizadas, una por cada uno de sus 152 millones de clientes. Por supuesto, la experiencia de compra no puede ser más sencilla, utilitaria y dirigida con un sentido común que ningún vendedor en línea consigue siquiera a través de chats personales. Amazon es la empresa que mejor se relaciona con sus clientes, y lo he podido comprobar repetidamente estos días en Nueva York. Mientras este gigante de la distribución digital ha dado pruebas de conocerme a la perfección, mi banco lleva varios meses sin poder pronunciar correctamente mi nombre, la compañía telefónica pide reiteradamente los datos de mi hogar y hasta la eléctrica duda de que yo exista. No way!

Mediante la plataforma MapReduce y el poderoso entorno Hadoop, Amazon monitorea, rastrea y asegura los 1.500 millones de paquetes anuales que suministran sus 200 almacenes minoristas en todo el mundo. Su catálogo online recibe más 50 millones de actualizaciones cada semana… Unas cifras ciertamente escalofriantes. Y, por si fuera poco, sus bases de datos almacenan generosamente la cartografía del genoma humano que cualquier empresa o laboratorio desee depositar en ellas. Un colaborador de lujo, el MIT de Massachussets, desarrolla un proyecto con el que la distribuidora podrá diseñar productos 100% a la medida de sus clientes. Porque, a diferencia de la generalidad de datos que acumulan Google y Facebook, Amazon está más centrado en el conocimiento de lo que la gente compra y, por tanto, de todo aquello en lo que el mercado está interesado. Esta valiosa información servirá para aumentos los ingresos por publicidad de Amazon en los próximos años.

Con todo lo dicho no me queda más que intuir el interés de Jeff Bezos en adquirir hace pocos días el Washington Post. Se ha dicho que lo espoleaba un desideratum personal, ajeno al negocio de Amazon. Que no se inmiscuiría en la redacción, ni en el día a día del periódico. Que su mecenazgo no perseguía otro objetivo que el filantrópico. Incluso que éste sería un capricho de alto coste y de dudoso éxito. Sin embargo, el precedente observado en Amazon y las distintas experiencias arriba expresadas, tanto por el buen servicio recibido del gigante digital como por el hastío de leer prensa sin un contenido en general seductor, me hace sospechar que la futura aportación de Bezos al Washington Post será la personalización absoluta de los contenidos, mensajes publicitarios incluidos, basada en los datos recogidos de los lectores.

Podemos elucubrar sobre la experiencia de usuario en la historia de la comunicación, reflexionar sobre los soportes de futuro en los mensajes -que si tabletas, que si pantallas grandes flexibles, que si tinta electrónica o nanotubos de grafeno iridiscentes- o vaticinar una nueva cultura de pago en los medios digitales, pero lo que realmente hará rentables a las empresas de comunicación será su capacidad de proporcionar a cada uno de sus clientes el contenido que espera, desea, necesita o, simplemente, le resulta imprescindible y aún no lo sabe. Porque lo valioso de la información no es su comprensión, sino su utilidad. Nunca más pagaremos por estar informados, sino por aplicar el conocimiento adquirido a alguna utilidad rentable. No compraremos la última rueda de prensa de Obama, sino la estancia en el hotel donde ésta ha tenido lugar.

Aquellos diarios que abrazaron el Big Data reinventarían la industria de la comunicación, tengamos quizá que reconocer algún día. Los demás quedaron para el museo histórico de la profesión periodística, incapaces de suministrar a sus lectores lo que cada uno de ellos deseaba, no lo que genéricamente producían sus periodistas. Datos, datos, datos… Datos sobre el consumo de contenidos, sobre los consumidores, sobre los propios anuncios, incluso sobre la respuesta que generan esos anuncios. Datos sobre los anunciantes, las campañas, los ámbitos de aplicación, la respuesta a su aplicación. Datos sobre las redes sociales, sobre lo que se dice, cuándo se dice, cómo se dice, dónde se dice, quién lo dice y para qué se dice. Porque el Big Data estará sí o sí en la estrategia digital de cualquier medio con visión de futuro.

Al igual que Amazon, los medios digitales estarán obligados a entregar el poder de un clic al lector. Ceder el cetro y, al mismo tiempo, aprender de ese clic. Crear, envasar y distribuir los contenidos digitales, sí; pero, también, a través de todo ese conocimiento acumulado de sus clientes, erigirse en los prescriptores indispensables de los productos que habrán de consumir. Un avance de esta convergencia digital ya lo estamos observando en la nueva televisión interactiva o televisión inteligente, donde el canal tradicional se retroalimenta con la conversación entre los televidentes, a través de Twitter.

Amazon no necesita al Washington Post para convertirse en prescriptor de contenidos digitales. Jeff Bezos, sí. Menuda tentación ser reconocido como el caudillo de la revolución Big Data que primará el conocimiento y reconocimiento de las personas sobre los mercados y las masas.

Fernando Gallardo |

2 comentarios en “Bezos al WaPo

  1. Un usuario de Amazon se queja de cómo la compañía ha cerrado su cuenta por reunir insuficientes datos el pago realizado con una tarjeta virtual. He aquí la grabación de su conversación con el departamento de atención al cliente de Amazon España:

    • El debate sobre la identificación de los datos está abierto. Y las posturas sobre su utilización o no apenas han empezado a despejar incógnitas. Los gobiernos no saben cómo hincarle el diente a este asunto, salvo algunos que han aprobado leyes decimonónicas de protección de datos que no tienen lugar en la sociedad digital. El futuro apunta, precisamente, a una máxima transparencia en los datos personales, que es la única manera de frenar el fraude. No olvidemos que todo delito se soporta y justifica desde el anonimato.

      Sin embargo, tras escuchar pacientemente esta larga (innecesariamente) conversación con el departamento de atención al cliente, se confirman dos cosas:

      1) La señorita que atiende al usuario no merece estar al otro lado del auricular representando a una compañía tan importante como Amazon. Es una persona indocumentada, ineficaz, a veces impertinente, siempre impropia de quien debe responder ante el cliente.

      2) Dado lo cartesiano de esta respuesta, como de otras respuestas que se reciben a diario por parte de grandes compañías con departamentos de atención rutinarios, cabe preverse la sustitución progresiva de personas por robots como portavoces de las compañías (y de muchos políticos), como lo anticipa el auge de robochats que atienden en las webs de no pocas compañías en Estados Unidos.

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