En la misma semana en que se produjo el revuelo por la noticia de que Gmail no aseguraba la privacidad del correo electrónico de sus usuarios, yo andaba buscando una mesa de escritorio en distintos centros comerciales de Nueva York. Con paciencia y perseverancia, dado que uno a veces se convierte insoportablemente exigente con las cosas del escribir. Que, al fin y al cabo, son también las cosas del comer… Llevaba tres semanas recorriendo calles, avenidas, distritos y alguna que otra página web sin ver satisfechos mis anhelos cuando, de golpe y porrazo, un anuncio a todo color y en varios faldones de la página distraían mi atención con llamativos titulares sobre el mobiliario de oficina que yo necesitaba. Ahí, ahí estaba mi escritorio soñado en secreto. Las mismas líneas, el mismo tablero, el mismo porte. Incluso en las gamas de colores que a mí más me gustan. Y no era un reclamo más, entre los cientos que uno recibe al cabo del día, sino… el reclamo, lo que yo andaba buscando y no había conseguido a pie.
Apoyado cómodamente en este escritorio, viendo las pinazas discurrir por los meandros del East River, llego a la conclusión de que esos de Google me conocen. Espían mis necesidades. Investigan sobre mis gustos. Incluso más…, se adelantan a mis deseos. Y me acercan a ese placer desde la distancia de un clic.
Comprendo que muchos de mis lectores se quedarán desconcertados al saber que no me sumo a la consternación mundial por el espionaje a que nos somete Google o cualquier de las tecnológicas que desarrollan hoy estrategias de conocimiento del cliente. Lo confieso, me importa un bledo mi derecho a la intimidad. Sé que debería preocuparme, y mucho, por aquel asesinato que nunca cometí. O por ese atraco que nunca se me vino en mientes pegarle a mi banco, aunque se lo merezca. Ni por ese duelo de caballeros con pistola que podría haber ocurrido si mis ancestros hubieran tenido a bien alumbrarme dos siglos antes. Ni mucho menos por aquella violación con paliza incluida que jamás figuró en mi currículo. Puede, entonces, que solo deba ocuparme de ocultar a los ojos de Google los tres frascos de gel, champú y loción que le birlé al hotel Le Domaine, en Sardón de Duero, cuando fui a hacerle la crítica habitual para mi periódico, hace poco más de un mes. Pues no, mira tú. Me importa una gónada que Google y el mundo entero se entere de que me he quedado -y usado ya, en mi casa- los pecadillos cosméticos de mi paso por ese hotel. Es que eran tan buenos…
Celebro que me espíen y divulguen mis secretos. Aunque alguien me reprobará el que lo diga con la boca pequeña… Imagino que no debe de ser plato de buen gusto el que se divulgue a los cuatro vientos (las cuatro redes sociales del apocalipsis: Twitter, Facebook, LinkedIn, Instagram) que ayer mismo me comí una hamburguesa en JG Melon (1291 3rd Ave, New York, NY 10021). Mis 10 minutos de fama a través de YouTube para convertirme en el Justin Bieber de la crítica hotelera, que diría Andy Warhol…, ¡qué faena más inmensa!
Por si acaso, permaneceré discreto y no publicaré en ningún medio que ayer me comí en secreto una hamburguesa. ¡Si no quieres que se sepa de ti, no lo publiques! Si no quieres que abran tu correo, no envíes correos. Si no quieres que te descubran en brazos de tu amiga, no te acuestes con ella. Si no quieres parecerte a DSK, no acoses a las camareras de piso en tu hotel.
Lo contrario, además de inmoral, es ignorar las reglas de la nueva sociedad digital. Si todo no se sabe todavía, no te inquietes. Todo se sabrá. Estamos a un paso de que minidrones tan pequeños como un mosquito filmen y obtengan fotografías de todo lo que se mueve en el planeta. Y aquello que no se mueve será escrutado por satélites personales, tan grandes como una píldora, que orbitarán alrededor de nuestro planeta y otros astros recabando una información valiosísima para nosotros mismos. ¿Cómo no debería estar incluido en este festín digital Nuestro Señor Google? En la naturaleza intrínseca de Internet reside la lógica de la comunicación, como sostiene Norbert Wiener en su libro La Utopía de la Comunicación. La dialéctica del control y la transparencia de los datos no son efectos secundarios, sino los fundamentos necesarios de un sistema de comunicación, de las ideas que han germinado en la red de redes que hoy utilizamos a diario.
¿Qué antídotos podemos formular contra el sistema? Renunciemos a darnos de alta en el registro civil, el mercantil, el laboral, el escolar. Renunciemos a abonarnos a una compañía de electricidad, a la del gas, al operador de telecomunicaciones. Renunciemos a Hacienda, a la Seguridad Social, al seguro de desempleo. Renunciemos a las tarjetas de crédito y paguemos en metálico todas las facturas del médico, la farmacia, la gestoría. No viajemos en avión, de obligada identificación. Tampoco en tren, ni en automóvil, de imprescindible matriculación. Por supuesto, no adquiramos ni alquilemos una vivienda. Escapémonos de este planeta, pues hasta debajo de un puente seremos víctimas de identificación por parte de terceros.
Y, si no, aceptemos el hecho de que la persona es un ser con personalidad. Lleva inherente a sí mismo el dato, la identidad, la unicidad…, empezando por su propio ADN. Porque lo realmente importante de esta falta de privacidad global en el futuro, pese a las cruzadas antisistémicas que se organizan hoy, es el conocimiento profundo que tendremos todos sobre nosotros mismos, el mundo que nos rodea y el que existe más allá sin que lo podamos alcanzar… de momento. Conocer el comportamiento del mercado, de los consumidores. Prever cómo se desarrollan las epidemias para frenarlas con urgencia. Saber que en Egipto salta la sangre a borbotones y no disculparse porque nada sabíamos de ello.
Nuestra existencia, más clara y transparente. Nuestros actos, más abiertos. Nuestras miradas, más profundas. Y nuestros sueños, menos inconfesables.
Y todo para hacer posible la máxima del buen servicio, de la hospitalidad sincera, del amor extremo: «tus deseos son órdenes para mí».
Fernando Gallardo |
Más que conforme !!!