El Brexit va a cambiar muchas cosas. Y no todas para mal, pese a los agoreros. Si analizamos con cuidado los resultados de este temerario referéndum organizado el pasado 23 de junio en el Reino Unido caben algunas lecturas que desafían el pesimismo reinante en Europa el día después.
La sociedad británica está literalmente partida en dos. Casi la mitad de los votantes prefiere que su país siga integrado en la Unión Europea. Y, si tomamos en consideración a quienes no votaron, que no pueden ser desposeídos de su condición de seres humanos, los partidarios del Brexit son minoría respecto al conjunto de la población. Sobre un electorado de 46.501.241 votantes, los decididos a salirse de Europa apenas han sido 17.410.742 votantes, es decir, el 37,44 por ciento del censo. Uno de cada tres británicos ha optado por expulsar de Europa a los otros dos. Ciertamente esto es democracia, pero con unas reglas probablemente tramposas.
Más aún. El voto concentrado en Londres, en Escocia y en Irlanda del Norte refleja el deseo indudable de la mayoría de los londinenses, escoceses y norirlandeses de permanecer vinculados a las instituciones europeas. El voto joven, también. En contra de Europa han votado mayoritariamente quienes pasan de los 50 años, que son en teoría los que menos años de Europa tienen que soportar. Otro dato tan sorprendente como el Brexit es que la población inglesa no es tan culta como se creía. Los opositores a la Unión Europea han sido más bien individuos de baja extracción cultural, más campesinos que urbanos, más obreros que profesionales autónomos y más hooligans que personas capacitadas para tomar decisiones por sí mismas. No extraña tampoco que el voto inmigrante se haya pronunciado en contra de una Europa que promueve la libre circulación de personas, del mismo modo que una parte importante de la comunidad hispana en Estados Unidos apoya hoy al candidato presidencial Donald Trump. Es el síndrome del club exclusivo: una vez que eres admitido ya no quieres que nadie más entre.
¿Quiere todo ello decir que el Brexit condenará a los británicos a un aislamiento insular respecto del resto del mundo? Ni mucho menos. Si sólidas han sido sus relaciones con Europa en las últimas décadas, más sólidas aún han sido sus relaciones con Estados Unidos. No hace falta rescatar el dicho ese de que «hay tormenta en el canal de la Mancha, el continente ha quedado aislado». Brexit o Bremain, lo inexorable es que ya no hay canales que excluyen porque el mundo se ha hecho global y digital. Tres mil millones de personas viven permanentemente comunicadas y gran parte del valor económico habita en la nube y no precisamente en un territorio. Como subraya Parag Khanna en su libro Connectography: Mapping the Future of Global Civilization, «no existe nada absolutamente aislado hoy en el mundo, no hay lugar al que no se pueda llegar o no se vea afectado por la tecnología».
Es ésta razón y no otra la que invalida materialmente el resultado del referéndum británico. ¿Cómo obligar a la capital financiera de Europa a que deje de serlo en favor de Fráncfort, Bruselas, París o Madrid? ¿Se resignarán los nueve millones de residentes en Londres a una calidad de vida inferior y a la devaluación radical de sus posesiones inmobiliarias? ¿Aceptarán los escoceses el abandono de Europa cuando se les había prometido lo contrario en el referéndum de independencia celebrando unos meses antes del Brexit? ¿Se unirán los gibraltareños a España para permanecer en la Unión Europea, como ya sugieren algunos? Más aún, ¿se quedaran tan contentos, como si no hubiera pasado nada, los jóvenes a los cuales sus mayores les han secuestrado el futuro europeo? ¿Permitirán los emprendedores urbanos que les corten las alas del emprendimiento transnacional unos granjeros que no se despegan de su kilómetro cero?
No. Seguramente ninguno de estos colectivos asumirá el Brexit, como tampoco lo asumirán otros colectivos y personas del otro lado de la frontera. No asumirán que una Europa excesivamente institucional ordene la vida de los ciudadanos británicos, ni la de los españoles o la de los holandeses. Que nuevos modos de economía o plataformas novedosas como Airbnb o Uber sean obstaculizados por el conservadurismo, la incomprensión o la burocracia de las Administraciones. Una gran parte de la ciudadanía europea, y mundial, no tolera ya el alto grado de intervencionismo público cuando el acceso universal a la educación (sí, también pública) permite hoy a sus ciudadanos asumir responsabilidades sin la protección coercitiva de los Estados.
El nuevo paisaje global y digital del planeta obliga a redefinir un espacio común no necesariamente territorial. Las fronteras físicas se difuminan en la virtualidad de nuestra existencia. Y con ellas la realidad de unas naciones emplazadas en un territorio y organizadas en función de los cultivos, las naves industriales y algunos servicios de carácter local. Actividades todas ellas llamadas a ser robotizadas tarde o temprano. Entramos hoy de lleno, y algunos parecen no querer enterarse, en la era del conocimiento. Un nuevo tiempo de la Humanidad donde el mayor valor se obtiene con la gestión tecnológica del conocimiento y no con la agricultura, la industria o los servicios procedimentales. Un nuevo tiempo sin espacios definidos y de creación en libertad.
Si el Estado, arquetipo organizativo con tres siglos de antigüedad, debe ser redefinido para atender a las necesidades y aspiraciones de la ciudadanía digital de hoy y del futuro, también la democracia debe reinterpretarse con arreglo a esa virtualidad no necesariamente territorial. ¿Expresión de la soberanía popular? Sí, claro, pero ¿dónde está el pueblo? ¿Quiénes deciden quién es pueblo y quién no? Si existe un parlamento europeo votado por todos los ciudadanos de Europa, deberían ser éstos y no sólo los británicos quienes decidieran el Brexit o el Bremain. ¿Acaso los granjeros de Sussex tienen algo que decir, o sea decidir, sobre los valores inmobiliarios de Londres? Entonces deberían ser Inglaterra y Gales, no Londres, Escocia o Irlanda, quienes se salieran de la órbita europea. Y, ya puestos, por qué no permitir que haya un barrio europeo y otro inglés en el mismo corazón de la City?
La democracia, el Estado, la política en general están pidiendo a voces nuevos roles en esta nueva era de la información. Incluso su desaparición absoluta. El mundo no territorial hace tiempo se está organizando ya en comunidades de usuarios y consumidores plenamente responsables ante los requerimientos de transparencia, versatilidad, creatividad y libertad. Muchas de estas redes están sustituyendo a los Estados en algunas prerrogativas, sin visos de que el proceso de sustitución se vaya a detener ante confederaciones estatales ni estructuras supranacionales. Comprender esto y saber administrarlo es el próximo desafío político de nuestro mundo desarrollado frente a la creciente ola de nacionalismos y populismos retrógrados.
Naturalmente, los Estados juegan aún un papel importante en vida de los ciudadanos. Digerir su sustitución no va a ser la fácil tarea de un día. Nos corresponde a nosotros, ciudadanos, gestionar esta transición con inteligencia, ecuanimidad, equilibrio y sentido de la justicia. Nos corresponde a todos educarnos en la pérdida de la ciudadanía —habitantes de una ciudad territorial— y forjarnos en la aceptación del humanismo o el transhumanismo digitales. Ser humanos más que ciudadanos. Personas antes que súbditos. Universales antes que nacionales.
Es nuestra próxima condición humana o transhumana el organizarnos en redes por encima de los Estados. Ya nadie más preguntará en el futuro de qué país eres, sino a qué redes sociales perteneces.
Hoy por hoy, me siento más próximo a un músico londinense en Facebook que a un sexador de pollos en Loggerheads (England). Y si alguien se tiene que ir de mi vista europea desde luego no es el ciudadano de Londres.
Fernando Gallardo |