La bochornosa sentencia del Tribunal Supremo y su posterior marcha atrás en la adjudicación del impuesto de actos jurídicos documentados (IAJD) causa un daño irreparable a nuestro vigente sistema democrático. Porque, diga lo que diga el Gobierno, se ponga como se ponga la Oposición, y resuelvan lo que resuelvan los Tribunales, el susodicho impuesto lo va a tener que pagar necesariamente el hipotecado. Todas las cosas tienen un precio y las paga quien las adquiere. Todos los servicios tienen un coste y los sufraga quien los recibe.
Como bien apuntan los expertos en finanzas, las hipotecas generan unos gastos que si se adjudican a los bancos éstos subirán el tipo de interés o añadirán un suplemento de apertura a la hora de dar el préstamo que pagarán finalmente sus solicitantes. De hecho, algunas entidades como Ibercaja o Bankinter ya han incrementado el precio de sus hipotecas a tipo fijo: los tipos han subido al 2,82 por ciento TAE a 10 años, al 3,05 por ciento TAE a 15 años, al 3,18 por ciento TAE a 20 años, al 3,23 por ciento TAE a 25 años y al 3,24 por ciento a 30 años. Mediante el decreto del Gobierno de España que obliga a los bancos a asumir el citado impuesto, los poseedores de hipotecas no solo seguirán pagándolo indirectamente a través de las probables subidas en los diferenciales, sino que pagarán más de lo que pagan hasta ahora por el sobrecoste que aplicará la banca por la gestión del mismo.
La ingenuidad de la calle, que se ha puesto en pie estos días ante la perspectiva de que una devolución del impuesto permita a los propietarios de viviendas ser un poco más propietarios, solo encuentra parangón en la bisoñez del Gobierno de España. Pedro Sánchez ha negado la posibilidad de que sean los solicitantes de hipotecas quienes paguen el IAJD: «Creo que no porque el mercado hipotecario es bastante competitivo porque hay bastante oferta, y no solo en España sino también en la UE». El presidente del Gobierno apela a la responsabilidad de la banca porque «es evidente que se abre un debate en torno a si hay cláusulas abusivas en los contratos hipotecarios».
Con estas declaraciones, el Gobierno se pega un tiro en el pie que acabará rebotándole en el estómago, si no en la sien. Porque desde el mismo gatillo con el que acusa a la banca de abusos añade unas toneladas de vileza a la baja estima que la ciudadanía siente hoy por un sistema bancario muy devaluado tras la Gran Recesión y rescatado por las instituciones públicas a costa de un incremento peligroso de la deuda pública, que es la deuda de todos, incluidos los hipotecados. Una vez accionado el gatillo, la bala terminará percutiendo en el propio Estado ante su incapacidad de asumir tamaña deuda y tener que presentarse ante los ciudadanos como el causante de su anunciada desgracia, la próxima gran crisis.
En este bochornoso espectáculo que nos está ofreciendo el sistema institucional español (el poder ejecutivo, con su ingenuo populismo; el poder legislativo, con su farragosa redacción del Real Decreto Legislativo 1/1993, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados; y el poder judicial, en su interpretación contradictoria del artículo 29 al determinar que «el adquirente del bien o derecho y, en su defecto, las personas que insten o soliciten los documentos notariales, o aquellos en cuyo interés se expidan» será la banca y, tres semanas después, los clientes) subyace el mar de fondo creado por la transformación digital de nuestra sociedad. Pues la intención primaria del mencionado Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados es gravar los documentos notariales, mercantiles y administrativos relativos a la concesión de las hipotecas. Y no es el peticionario quien exige estas garantías en la satisfacción de su amortización, sino el prestamista que no se fía del pagador.
En la interpretación de esta cláusula se ha originado todo el lío. Inicialmente, la Sala Tercera del Tribunal Supremo interpretó que si el consumidor no solicitaba una garantía por la ejecución de su hipoteca no era él quien debería abonar el impuesto correspondiente. De ahí que trasladara a la banca esta obligación, pues era esta institución la que obligaba a sus clientes a suscribir estas garantías afectadas por el IAJD. Esta práctica es habitual en algunos países europeos como Portugal, Italia y Francia, y en ellos el impuesto lo paga el cliente. Otros países como Alemania, Reino Unido y Holanda no imponen, en cambio, ningún gravamen. Ni a la banca, ni al solicitante de una hipoteca. De igual modo, la permanencia o no del IAJD forma parte hoy de un debate político que se acaba de abrir en España con un marcado oportunismo por parte de los principales partidos, especialmente de aquellos que han tenido responsabilidades de gobierno.
Sin embargo, el quid del asunto no radica en la existencia del impuesto, sino en el objeto que grava: el acto jurídico documentado. Es una cuestión de confianza. Mientras los actores de un contrato, ya sea hipotecario o de cualquier servicio, desconfíen de sus intenciones futuras se originará socialmente la necesidad de una garantía de cumplimiento de dicho contrato, que hasta el momento presente ha sido depositada en las instituciones a través del Registro de la Propiedad y de la fe pública otorgada por un notario. Ello contribuye, por cierto, al desorbitado coste de una hipoteca en la actualidad. Que, en cálculos del portal Idealista.com, se sitúa entre el 8 y el 13 por ciento del precio de la vivienda en función de la Comunidad Autónoma española en que se esté ubicada. A modo de ejemplo, un apartamento de segunda mano en Madrid valorado en 130.000 euros le cuesta a su comprador un extra de 12.035 euros en conceptos que podrían evitarse en caso de existir un sistema de garantías gratuito o casi gratuito. No porque el actual sea injusto o abusivo, sino porque es fruto de una insuficiencia tecnológica.

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Del fin de esta insuficiencia tecnológica venimos hablando desde hace unos años cuando nos referimos a la próxima revolución Blockchain. Este sistema de confianza universal convierte el encadenamiento de bloques con claves digitales encriptadas en un documento inteligente más sólido, permanente, fiable, transparente y descentralizado que el registro censal del Estado y que la fe pública notarial. Así serían evitables los costes de compra y escritura de cualquier bien o servicio, como es el caso de las viviendas que requiere el paso por notaría, registro oficial y, por supuesto, el impuesto sobre los actos jurídicos documentados. Sencillamente porque la documentación de estos actos jurídicos no es analógica, como tantas otras cosas de la sociedad amanuense, sino digital y criptográfica. La voluntad de las partes contratantes figurará en un documento inteligente dentro del sistema Blockchain que estará a la vista de todos y será inviolable, indeleble e indescifrable para el que lo pretenda alterar. Ese smart contract, ese sistema de identidad digital que simplifica la compraventa de cualquier cosa con un solo clic, terminará erradicando a los notarios, a los registradores de la propiedad y, por consiguiente, a la propia fiscalidad estatal.
Se pongan como se pongan éste y los futuros gobiernos, el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados dejará algún día de existir porque no habrá actos jurídicos que documentar. Blockchain suprimirá a todos los fedatarios y registradores públicos del mismo modo que eliminará a todos los intermediarios transaccionales de todos los sectores económicos sin excepciones. Blockchain será el fedatario universal.
¿Reaccionarán entonces los notarios y los registradores de la propiedad como hoy acostumbran los taxistas?
Fernando Gallardo |