
El conocimiento del cliente marcará, sin duda, la agenda turística de la próxima década. Las empresas y los profesionales del turismo requerirán de herramientas más precisas e inteligentes en la gestión de la hospitalidad, exigidos como están de transformar sus fábricas de camas en factorías de experiencias. A fuer de repetirlo hasta la saciedad, no cejaremos en el empeño de descifrar el intríngulis neurocientífico que explica los patrones emocionales y los comportamientos de las personas durante su experiencia turística.
Interesa conocer a los clientes y, sobre todo, sus cerebros. Es imprescindible, a la hora de configurar un programa experiencial, interesarse por los diversos aspectos de la función cerebral que engendran sus deseos, sus necesidades y sus aspiraciones personales. Esto es, la química de sus neuronas, las sinapsis entre los axones, el funcionamiento de los receptores y los neurotransmisores, los efectos epigenéticos, así como las transposiciones génicas durante la neurogénesis. Todo lo que interpretamos hoy como la estructura neurocientífica de la volición.
Porque el principio de toda decisión en materia de consumo, incluido el consumo de experiencia turística, es querer consumir. Decidir si consumir o no. Decidir qué, cómo, cuándo, dónde. Y las neurociencias nos aproximan hoy mejor que ayer al por qué consumir.
Pero, ¿realmente queremos consumir? ¿En verdad deseamos emprender este viaje, dirigirnos a tal o cual destino, hospedarnos en este o ese otro hotel?
Y un interrogante aún más profundo: ¿somos nosotros quienes en realidad tomamos la decisión de consumir eso que parece que deseamos consumir? ¿Existe el libre albedrío?
La actual guerra comercial entre Estados Unidos y China no es sino un manto de celofán que se extiende sobre otra guerra más filosófica entre Oriente y Occidente acerca de la libertad humana. El liberalismo estadounidense enmarca el libre albedrío —free will— en el hecho constitucional del país, dimanante de la propia Declaración de Virginia (12 de junio de 1776). Del otro lado, el determinismo marxista orienta desde la revolución de Mao el ordenamiento jurídico del país y asienta las bases de su actual estructura política de partido único (comunista respetuoso con la libertad de mercado) que refuerza esa convicción determinista de la voluntad popular frente a la individual.
El fracaso de los regímenes comunistas a lo largo del siglo XX no se deben a su incapacidad para competir con el libre emprendimiento individual, principalmente porque el emprendimiento humano no es tan libre ni tan individual. Las grandes corporaciones norteamericanas existen y han existido gracias al común, el común empresarial y el común del mercado. Sin la sociedad, el individuo humano no habría tenido ninguna opción de supervivencia. El fracaso de los regímenes fascistas tampoco se explica por su naturaleza dictatorial, pese a que muchos lo crean en su pleno convencimiento. Todos los seres humanos estamos sometidos a una dictadura, por ejemplo, de las leyes universales, de los ciclos naturales día/noche, de los ritmos circadianos… O la peor de todas las dictaduras: la exigencia de alimentarse para obtener la energía necesaria del cotidiano existir.
El fracaso de los regímenes totalitarios de uno y otro signo se debe en esencia al carácter humano de sus dictaduras. Es una persona la que decide sobre otras. Una minoría sobre la mayoría. Por lo que los regímenes democráticos —esencialmente una dictadura de la mayoría sobre la minoría, abstracción hecha de la separación de poderes— se justifican exclusivamente por la configuración ética que las sociedades capitalistas nacientes en el siglo XVIII le han querido otorgar. Claro que sobre estas cuestiones se puede discutir lo indecible, pero no vamos a entrar en este debate político. Vamos a ocuparnos del nuevo interrogante que empezará a pesar en la organización social y política de nuestra sociedad del futuro.
¿Y si en lugar de un dictador humano —cuyas políticas privilegian a unos pocos, o una democracia liberal —cuya estrategia mayoritaria se impone siempre a la minoritaria—, fuesen sustituidas algún día por la dictadura de los algoritmos, estas fórmulas matemáticas capaces de satisfacer a todos al mismo tiempo? Imaginémonos un sistema inteligente de algoritmos conectado al PMS del hotel asimilando conocimientos de los clientes y proyectando hacia ellos los mejores servicios, las mejores experiencias personalizadas.
«Si no puedes confiar en el cliente, si no puedes confiar en el votante, si no puedes confiar en tus sentimientos, ¿en quién confías?», señala al respecto el historiador y escritor best seller Yuval Noah Harari.
La tecnología ha avanzado hasta el punto en que muchas de nuestras creencias están siendo desafiadas no por ideas filosóficas, sino por tecnologías prácticas. Numerosos experimentos neuropsicológicos han emprendido un nuevo asalto al libre albedrío, gracias a los avances en la tecnología disponible para medir la actividad neuronal. Las consecuencias de la manipulación de nuestro libre albedrío —hackear humanos, así lo podemos denominar— representan un gran riesgo dentro de nuestra sociedad.
Una organización puede esforzarse por crear un algoritmo que me entienda mejor de lo que me entiendo a mí mismo, y por lo tanto pueda manipularme, mejorarme o reemplazarme. Será nuestro desafío decidir no sólo cuáles deben ser estas manipulaciones, mejoras o sustituciones, sino también quién debe tomar las decisiones sobre ellas en primer lugar.
Es natural para muchos de nosotros recurrir a las ideas humanistas tradicionales que priorizan la elección personal y la libertad. Nada de esto funciona cuando hay una tecnología para hackear humanos a gran escala. Si la idea misma de la agencia humana y el libre albedrío está bajo debate, se hace muy difícil determinar cómo decidir qué tecnología se debe permitir que haga. Esto afecta también a todas las áreas de nuestras vidas: lo que elegimos hacer, lo que podríamos comprar, a dónde podríamos ir y cómo podríamos votar. Sigue sin estar claro quién debería tomar las decisiones sobre el alcance de la tecnología.
Harari propone una fórmula matemática como medio de solventar esta ambigüedad: el codesarrollo de la tecnología en biotecnología (B), la potencia de cálculo (C) y la analítica de datos (D).
HH = B * C * D
Así es cómo se ‘hackearán’ decisiones supuestamente humanas (HH). Por lo que lo subsiguiente a esta manipulación cerebral por parte de los algoritmos colocará en una posición de razonable duda la legitimidad de los gobiernos, la libertad de comercio y los derechos humanos en tanto que libre albedrío de los individuos.

Robert Sapolsky, neurocientífico de la Universidad de Stanford, se muestra algo escéptico respecto a este postulado de Harari. En su libro Behave: The Biology of Humans at Our Best and Worst, traducido al español como Compórtate: la biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos (Capitán Swing, 2018), desarrolla la postura esencial de lo que denomina el libre albedrío mitigado. Esto es, la gente debe ser considerada responsable de sus acciones, pero estar completamente psicótico puede ser una circunstancia mitigante. Atenuante, en términos más precisamente jurídicos. Mediante esta propuesta, los somos humanos no somos plenamente libres, ni ejercitamos plenamente el libre albedrío, sino en función de aquellos factores biológicos que intervienen en la determinación de nuestros actos, como son la química de nuestras neuronas, las sinapsis entre los axones, el funcionamiento de los receptores y los neurotransmisores, los efectos epigenéticos, así como las transposiciones génicas durante la neurogénesis. Elementos expuestos al principio de esta reflexión.
En línea con lo argumentado por el profesor Stephen Morse, de la Universidad de Pensilvania, la volición es un acto de libre albedrío con un imponderable determinista. En su artículo Brain Overclaim Syndrome and Criminal Responsability: A Diagnostic Note (Ohio State J Criminal Law 397, 2006), sostiene que “existen varias causas que pueden producir condiciones excusables, como la falta de capacidad racional o de control”, pero no se puede conculcar la idea de responsabilidad ante la ley. “Los cerebros no asesinan personas. Las personas asesinan personas”, subraya.
Sapolsky regresa a lo cotidiano tras estas distracciones inherentes al sistema judicial penal objeto del análisis de Morse.
Si negamos la existencia del libre albedrío cuando se trata de nuestros peores comportamientos, lo mismo debería aplicarse a los mejores. A nuestros talentos, las demostraciones de buena voluntad, los momentos de creatividad arrebatadora, nuestra decencia y nuestra compasión. Lógicamente, parecería tan ridículo llevarse el mérito por esos rasgos como responder a un cumplido sobre la belleza de nuestros pómulos agradeciendo a esa persona por elogiar implícitamente nuestro libre albedrío, en lugar de explicar cómo las fuerzas mecánicas actuaron sobre los arcos cigomáticos de nuestro cráneo.
Libertad volitiva, libre albedrío atenuado o determinismo biológico, cualquiera de estos tres escenarios nos obligan a afrontar la nueva era digital con la responsabilidad de conocer, y juzgar, a las personas desde la condición multifactorial de sus decisiones. Cuanto más conozcamos su estructura neurológica y más sus condiciones genéticas y epigenéticas, mayor aproximación obtendremos a la naturaleza de sus deseos, sus necesidades y sus aspiraciones de experimentar el placer de nuestra hospitalidad.
Fernando Gallardo |
[Mi agradecimiento a Eduardo Riestra, abogado y propietario del hotel Palacio Ico, en Lanzarote, por haberme regalado el libro que me dio la pista para escribir esta reflexión filosófica, jurídica y neurocientífica]