Ser portado en andas es una gozada. Servidor lo sabe por experiencia propia vivida en alguno de sus añorados viajes de juventud por Asia. Tiempo atrás, los rickshaws conformaban el paisaje humano del Extremo Oriente, retratado por Rudyard Kipling en su novela El rickshaw fantasma, publicada en 1885. Este peculiar modo de transporte con propulsión humana garabateaba el polvo de las calles sin que nadie se cuestionara quién tiraba del carro y quién era arrastrado sobre sus dos ruedas. Durante siglos, los campesinos inmigrantes de las principales ciudades asiáticas se empleaban a su llegada como corredores de rickshaws. Tanto que durante el siglo XIX, uno de cada cinco habitantes de Beijing se ganaba la vida así. Hasta que los efectos de la Revolución Industrial en Europa se hicieron sentir más allá de sus fronteras con la aparición de los caballos de vapor y el ferrocarril.
Entonces empezaron a surgir voces que exigían la prohibición de este modo de transporte por su carácter degradante para el ser humano. Tras la constitución de la República Popular China, en 1949, el jiao fue suprimido por Mao Zedong como el símbolo que era de la “opresión sufrida por la clase obrera”. Sin necesidad de su prohibición, el transporte en palanquín empezó a declinar en Japón allá por los años 30, cuando el desarrollo incipiente del país exigía su urgente motorización. En Kioto se conservaron algunos ejemplares de andas solamente para uso turístico, aunque ya prácticamente todos están extinguidos. También en Pakistán fueron prohibidos los palkis en 1949, al compás de la ola comunista que se desataba en Asia.
En Europa, esta práctica desapareció mucho antes. Y su significado altivo ha servido para que un grafitero como Banksy caricaturizara a una pareja de turistas haciéndose un selfie (en color) mientras un niño de la calle tira del rickshaw (en blanco y negro).

La lectica o litera era un modo de transporte habitual en la antigua Roma. Para quienes se lo podían permitir, claro está. Los principales de la ciudad se aposentaban en un colchón duro con almohadas —la litera— mientras ocho porteadores se encargaban al mismo paso de llevarlos en andas. Se sabe que incluso existía un servicio público de sillas de mano (sella) portadas por dos personas con paradas (castra lecticariorum) para los menos pudientes —siempre ciudadanos romanos, sin excepción—. El uso de estos vehículos era problemático en numerosas ocasiones, lo que indujo a Julio César a querer regularlos. Pero, como hoy sucede con los patinetes, la normativa no llegó a prosperar en el Senado.
No puede saberse con exactitud el instante fundacional del transporte con andas, pero sí que en Egipto el faraón y sus divinidades eran transportados así durante los ceremoniales de Estado o festivales religiosos, en procesión. Esta manera de exhibirse en público tenía su significado diferencial entre las élites y el vulgo. Tan evidente y tan arrogante que el Tercer Concilio celebrado en Braga, en el año 675 d.C., ordenó que los obispos se pusieran pie en tierra cuando portaran las reliquias de los mártires en procesión, en lugar de seguir en sus literas tiradas por diáconos vestidos de blanco.
Era de entender que aquellos prelados no quisieran alejarse demasiado del hábito papal de la silla gestatoria, pues las calles por las que transitaban en una Europa donde las ciudades no disponían aún de sistemas de alcantarillado difícilmente los harían aparecer inmaculados ante sus fieles, ellos sí enfangados en barro e insana suciedad.

En Gran Bretaña, las sedan chairs quedaron fuera de uso a principios del siglo XIX, cuando las calles comenzaron a pavimentarse y el carruaje de alquiler tirado por caballos otorgaba a la aristocracia una mayor comodidad y mejores precios. Un siglo más tarde, el mismo proceso de sustitución retiró a los carruajes de animales y sembró las calles de flamantes automotores capaces de despeinar a cualquiera. No fueron nada fáciles aquellos primeros momentos para sus conductores, criticados por atropellar a peatones que transitaban con todo derecho por la vía pública y a quienes los médicos predecían un infarto de miocardio si sus coches superaban la vertiginosa velocidad de… ¡37 kilómetros por hora!
Recordaba yo estos días las andas como un lujo insoportable de las élites pretéritas, acá y acullá. Y la memoria de los rickshaws extinguidos me sacudió a tenor de una respuesta dada en las redes sociales a una interlocutora, buena profesional del turismo y mejor persona, cuando subrayó la prevalencia eterna del factor humano en el ejercicio de la hospitalidad, visión compartida por la mayoría de los profesionales del turismo a quienes aterra la idea de que algún día la robótica se apropie del servicio en los hoteles. Una controversia de la que ya nos ocupamos ampliamente el pasado 11 de julio en el evento Tecnología vs. Personas organizado por la Asociación Española de Directores de Hotel (AEDH) en el Casino de Torrelodones, Madrid.
La asunción de nuevas tecnologías ha supuesto siempre un problema para la Humanidad. Y cuando el problema atañe a la interacción entre las personas, con mucha mayor razón. Advirtamos, empero, que la búsqueda de experiencias en la inspiración turística no siempre está conectada, por necesidad, a una relación humana.

Del mismo modo que tomamos un avión para saltar de una ciudad a otra, no por disfrutar de la experiencia de la altura, ni por tener una aventura con un azafato o una azafata, la obligación de presentarse ante un mostrador de recepción en el arribo al hotel dista mucho de la necesidad imperiosa de entablar amistad con el recepcionisto o la recepcionista (permítaseme la ironía en la expresión). Lo que necesitamos en ese trance es cumplir con el protocolo de cumplimentar el registro de nuestra entrada, que una insuficiencia tecnológica vuelve añejo en la mayoría de los alojamientos turísticos. Cuando descolgamos el teléfono para que el room service nos sirva un sandwich a medianoche lo que necesitamos es la bandeja con la colación, no a un psicólogo vestido de pajarita y con mandil. Si además del bufé deseamos unos huevos fritos al instante jamás sacrificaríamos esos huevos a cambio de una conversación con el cocinero, a menos que la charla sea amena y de cierto nivel intelectual… En cuyo caso el chef se habría equivocado de lugar y de profesión, porque el MIT de Boston ansía contratar a científicos amenos que se propongan cambiar el mundo. No, lo que queremos para desayunar no son palabras, sino café caliente antes de hablar.
Por las mismas, el responsable del almacén tiene como rutina velar por los suministros, su guarda y conservación, así como la gestión de esos abastos. No para acudir a la habitación de los huéspedes a comentar la última Copa Davis de Rafa Nadal. Porque si lo hace podría ser despedido por la dirección. ¿Qué se perdería nadie, pues, si el almacenista fuera un robot? Otras funciones ya fueron sustituidas por máquinas tiempo atrás, como la del telefonista que comunicaba a los huéspedes con el exterior. Y algunas incluso se extinguieron para siempre, como los mozos de equipajes o los repartidores de hielo.
Los primeros que asistieron al movimiento de un automóvil pensaron en lo ridículo que era ver a una máquina tirando de un coche, en lugar de un brioso corcel o un animoso menestral de palanquines. Hoy, en la ciudad, nos parece justo lo contrario. De hecho, asistiríamos al evento expectantes por contemplar el carnaval. En el futuro —nadie puede asegurar que no—, lo ridículo o indigno será ver a un humano servir a otro humano. A medio plazo, el factor humano en la hospitalidad podría quedar reducido a la industria del lujo y para aquellos clientes que, como los patricios romanos, tengan posibles para sufragar su lectica particular.

Fernando Gallardo |