Porquera de los Infantes, cerca de Aguilar de Campoo, al norte de Palencia con P, mantiene a la vista sus esencias rurales. Gran parte de su caserío estaba arruinado hace tan solo un lustro. Ahora quedan únicamente tres o cuatro casas en ruinas, después de la fiebre reconstructiva que ha contagiado a sus vecinos a partir de la recuperación de su ruina más notoria, La Ruina Habitada. Ya no queda una sola calle sin asfaltar, aunque el horizonte inmediato está preñado de sembraduras ubérrimas y de silencios montuosos, como el que depara una caminata pedestre por el Bernorio, el otero emblemático de las legiones romanas, el escondrijo de eremitas que hicieron de sus oquedades un santuario de vida contemplativa. Ya no queda un trillo con que roturar, ni yugo que abrazar a los bueyes, ni bueyes que yuntar, ni espigas que segar. Tampoco se ve ningún caldero apoyado sobre el alféizar de las ventanas, ni ristras de ajos en las puertas, ni picota en la plaza. Como otras muchas poblaciones del agro hispánico, Porquera de los Infantes ha sufrido una merma considerable en su censo demográfico: apenas ocho vecinos habitan sus casas de los 200 que las moraron tres décadas atrás.
Y, sin embargo, este villorrio palentino que huele a galletas los lunes y fiestas de guardar resume muy bien lo que hoy ofrece el paisaje rural en España. El alcalde no vive allí, pero se le ve de vez en cuando abordo de un tractor acicalando de verde los campos circundantes que en sazón se convertirán en un patatal. No esgrime una hoz en la mano, sino un volante y la empuñadura de la caja de cambios. En las antiguas escuelas, deshabitadas desde hace dos décadas, espera sin prisa su jubilación el único vaquero que le queda al pueblo. Vigilia dulce en invierno y paseos de sol a sol en verano, con una docena de vacas que lo acompañan a trashumar y dos perros guardianes que velan su sesteo montuno. Un guía de montaña chatea con algunos de sus clientes a través de las redes sociales en previsión de una prometedora excursión el próximo fin de semana. No aparece Braulio, el cartero televisivo, pero sí una linda repartidora de pan aupada en el confortable asiento de una furgoneta de última generación. En la plaza del Beato vive una familia cuyo cabeza trabaja en la Renault de Aguilar de Campoo y regresa sin estrés por las tardes a reencontrarse con la chimenea encendida en la paz del hogar. A su vera, un francés loco receta pócimas homeopáticas a todo aquel que lo quiera visitar. En otra parte del pueblo mantiene en obras un búnker de hormigón dentro del cual guardar, dice, toneladas de soluciones milagrosas al abrigo de los curiosos y por si las moscas. Con ganas de establecerse ahí de por vida, una pareja de argentinos alternan sus paseos campestres con el estudio de sistemas computerizados para grandes corporaciones multinacionales. A su casa familiar regresa, cada vez que puede, es decir, todos los fines de semana y días adyacentes, un empresario metalúrgico al que la crisis no parece estar tratando muy mal, pese a la caída de la construcción de viviendas. No muy lejos, un pyme madrileño del automóvil cuida de su portón y, mientras, intenta convencer a los vecinos para un cambio de coche cada tres años: él mismo se encargará de facilitar la financiación y los trámites pertinentes en la Delegación de Tráfico provincial. También son incondicionales de los viernes un matrimonio vallisoletano, profesora ella y técnico de informática él. En sus propósitos está el aprovechar la banda ancha para trabajar desde casa gracias a Internet. Lo mismo que ya venía haciendo este servidor en su ruina pertrechada con las últimas tecnologías de la comunicación.
Estamos, como se adivina, en un pueblo cualquiera del orbe rural contemporáneo. A todos nos gusta mirar a través de las ventanas, exhalar aire a razón de 13 aspiraciones por minuto, palpitar al ritmo de las hojas de los árboles (pocos) que asoman de entre los tejados y dormir en los brazos del silencio pastoril que nos regala el aislamiento del pueblo a tres kilómetros de un nudo importante de comunicaciones viarias en el norte peninsular. Todos, incluido el vaquero y su hija, la abogada, conducimos un automóvil con airbag y navegador GPS para proveernos de víveres en los supermercados de Aguilar o salir de trámites a la capital. Muchos se apuestan cada noche al frente de un monitor plano de televisión, que los conecta a la realidad universal, y los demás nos apostamos frente al más pequeño de Internet, donde el mundo también desfila ante nuestros ojos en forma de hipertexto y multimedia. Nos preparamos para ese cambio que se avecina en el que cultura del clic será sustituida por la cultura del tap, pues nadie escapa hoy al zumbido ya atávico del teléfono móvil, ni siquiera el vaquero cuando pastorea por la vega del Camesa y le sobran horas para aumentar la factura de Movistar gracias a la PAC (véase el diccionario de la actualidad agraria europea).
¿Acaso no es ruralismo todo esto que vivimos los que vivimos en el campo? Internet, el teléfono, el automóvil, la sociedad del conocimiento… Ésta es la verdadera, aunque no única, realidad del campo español, la verdadera esencia de lo rural en la actualidad. No se entiende en un debate serio sobre el turismo rural que algunos sigan defendiendo la hoz, el arado, la gavilla, el trillo, el yugo, las abarcas y las ruedas de carreta como si fueran la bandera real de la vida campestre. Ni siquiera con la boca llena de tradiciones o supersticiones populares. Sepan que la hoz, el arado, la gavilla, el trillo, el yugo, las abarcas y las ruedas de carreta ya fueron modernidad en los tiempos en que la mayor de las modernidades que jamás vivió la humanidad fue de súbito convertida en una tradición: el fuego.
Conviene desenmascarar ya a los exégetas del turismo rural cuando se les llena la boca de tradición, pues muchas de las tradiciones populares felizmente se han extinguido y otras, como el toro embolao, el maltrato a los animales, las vejaciones a las mujeres o la xenofobia están a punto de desaparecer (¿soy un iluso?). Hoy, el medio rural está formado por agricultores en tractor, ganaderos especialistas en ingeniería genética, informadores telemáticos, consultores, abogados, médicos, biólogos, maestros y una moderna pléyade de empresarios y pymes que no trabajan la tierra, sino el aire que inspira su talento. En ese espacio multidisciplinario cabemos todos y generamos entre todos una sociedad mejor, más libre, más sana, más organizada y más creativa. En ese ecosistema alcanzamos los seres humanos una mayor cohesión social que la hasta ahora sufrida con la fisura atávica entre el medio urbano y el medio rural.
El turismo, como actividad terciaria que avanza hacia su cuaternarización, la sociedad del conocimiento, debe reflejar en sus tripas lo que nos ofrece ya este ecosistema variopinto y complejo donde la antigua rueda de ebanistería hace tiempo que fue sustituida por el neumático ideológico de la marca del Bibendum.
Fernando Gallardo |