Airbnb no es una empresa de transportes

transportesRecuerda el experto en tecnología del New York Times Jim Kersetter que tras la hazaña de Charles Lindbergh en su vuelo en solitario a través del Atlántico, en 1927, las acciones de la compañía ferroviaria Seaboard Air Lines Railroad se disparó en Bolsa porque muchos inversores creyeron que el próximo objetivo sería su transformación en una aerolínea. En realidad, el nombre era una simple alegoría a la velocidad de sus locomotoras. Nada que ver con el naciente transporte aéreo. Pero sirvió para que el caso se estudiara luego en las escuelas de negocios como un desideratum tecnológico para cualquier empresa con vocación de estar a la última. Innovación y vanguardia, aunque la tecnología tenga un relieve marginal en el negocio.

Kersetter ironiza sobre la fiebre actual de las start-ups tecnológicas que ni en sus mayores iconos, como Airbnb o Uber, manejan la capacidad, profundidad, cantidad de inversión o desarrollo punta de algunos grandes fabricantes tradicionales como General Electrics o Siemens, que desde hace un tiempo basan su estrategia de gestión en el llamado Internet de las Cosas. Si estas marcas utilizan tecnologías a gran escala, ¿por qué empeñarnos en llamar a las start-ups empresas tecnológicas y a las tradicionales fabricantes de electrodomésticos?, se pregunta el tecnólogo neoyorquino.

Así pues, ¿es Amazon una empresa tecnológica o una tienda online? ¿Acaso no es eBay una agencia de subastas antes que un retail tecnológico? Más aún, ¿qué impide catalogar a Airbnb como una agencia de viajes y a Uber como una empresa de transporte?

La pregunta reside en la mente de algunos, mientras la respuesta se escribe a diario en los medios de comunicación, redes sociales y escuelas de negocios. Nada impide categorizar a las citadas start-ups como empresas logísticas, unas del comercio generalista, otras del comercio turístico y también del transporte de personas y cosas. Pero, ¿qué sucede cuando una tienda online como Amazon es, además, un transportista, una central de reservas hoteleras, el mayor almacén de memoria del mundo? No un almacén cualquiera de productos tangibles, sino un inmenso alojamiento electrónico donde residen los datos (intangibles) de administraciones públicas que gestionan los impuestos de sus ciudadanos, municipalidades que gestionan unas ciudades cada día más «inteligentes» y grandes multinacionales que nos ofrecen el género indispensable para nuestra subsistencia. Caeríamos enseguida en la tentación de afirmar que, sí, de acuerdo, Amazon es también una ingeniería de semáforos, y una compañía aeroespacial, y un controlador aéreo, y la agencia tributaria de numerosos países. O que Uber es una compañía de transportes, pero también un economato de proximidad, y una aerolínea con helicópteros, y quizá un fabricante de vehículos autónomos, sin despreciar su actual rol en la distribución de comidas que lo llevaría a constituirse como una cadena de restaurantes, un industrial agroalimentario o una cooperativa de agricultores orgánicos.

Estar de acuerdo con todas estas etiquetas, y las que pudieran añadirse en el futuro mediante la evolución digital de estas marcas, significa a la postre perder el etiquetado. Pues si Amazon, Airbnb, Uber y otras start-ups de garaje encaminan sus proyectos hacia la totalidad de la producción de bienes, servicios y talento podemos afirmar que el todo acaba en nada. Si lo ocupan todo, pierden la etiqueta del algo inicial.

Lo interesante de este fenómeno empresarial es que, por primera vez, la tecnología deja de ser una herramienta para convertirse en el propio producto, el modo de producción en sí mismo, de igual modo que el usuario o consumidor deja de serlo porque participa también en el diseño y producción de lo que va a utilizar o consumir. No cuesta tanto entender que el advenimiento de la industria —el sector secundario— relegó a la agricultura y la ganadería—el sector primario— a un escalón marginal de la actividad productiva. Estos bienes primarios se producen hoy a escala industrial, secundaria, salvo un porcentaje marginal que representa en el conjunto del consumo ciudadano la producción agropecuaria no industrializada. Por la misma razón, el nuevo mundo digital, expresado por la tecnología y la gestión del conocimiento, sustituye ahora a los dos sectores anteriores—industria y servicios—, relegándolos progresivamente a una función marginal en el conjunto de la economía productiva.

Muy probablemente, las empresas del futuro ya no serán empresas frutícolas, lecheras, automovilísticas u hoteleras. Aparecerán en nuestra sociedad como conectores tecnológicos con capacidad para gestionar las relaciones entre consumidores y usuarios, ejercientes al mismo tiempo de productores y servidores en todos los sectores económicos y bajo cualquiera de sus variantes categóricas. Ello hará inconcebible un sistema legislativo como el actual, donde cada sector está definido y compartimentado por las empresas y los profesionales que la especialización del trabajo impuso en los albores de la sociedad capitalista actual. En las próximas décadas, el trabajo productivo evolucionará, no tanto hacia una mayor especialización y cualificación —la robótica abordará la rutina de las tareas profesionales—, sino hacia la capacidad de conectar ideas y conocimientos en proyectos de por sí vertebrados en red.

Imposible reglamentar la fabricación de automóviles cuando la misma tecnología y los mismos métodos productivos serán empleados en la fabricación de los nanorobots que velarán por nuestra salud en el interior de nuestro sistema sanguíneo. Imposible igualar los efectos jurídicos de la sexación de pollos con los de la imprimación virtual del genoma humano. Imposible catalogar con estrellas un hotel cuando la clientela reserva sus viajes en casas particulares fuera de todo catálogo convencional.

El conocimiento científico y la tecnología están provocando hoy la mayor transformación que ha visto la humanidad desde su aparición sobre la faz de la Tierra. Seguir con el taparrabos en estos tiempos de materiales y sensores inteligentes conectados para hacernos más fácil y, supuestamente, más feliz la existencia es un empeño tan anacrónico como insostenible.

Como defiende el profesor de Cambridge Raghavendra Rau, «los humanos somos capaces de construir historias sobre lo que pensamos ver, aun cuando haya empresas que no estén generando los flujos de efectivo o los beneficios esperados. Creemos a ciegas en un relato que necesitamos hacer realidad.» En efecto, los humanos creemos y urdimos una misión que al final es el soporte psicológico de nuestro devenir histórico. A veces fracasamos y la burbuja acaba en pinchazo. Pero el tránsito del australopitecus al homo sapiens digital revela que sobre una historia trufada de fracasos hemos hilvanado una historia aún más larga de éxitos.

Fernando Gallardo |

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