Algunos hoteleros y expertos de reconocido prestigio en la economía del turismo siguen sin comprender la fenomenología de los nuevos conectores tecnológicos como Airbnb y Uber. Si no los detestan como intrusos en el sector, conminan a las autoridades turísticas a regularlos en las mismas condiciones que los operadores profesionalizados y desprecian a sus millones de usuarios con la coletilla de que «se mueven por el precio», entendiendo por tal el bajo precio de un subproducto cualquiera. Conviene, pues, que repasemos el concepto de precio desde la teoría económica y sus fundamentos jurídicos.
En derecho, el precio es la contraprestación monetaria de un contrato de compraventa o arrendamiento objeto de cualquier negocio jurídico que debe expresarse en dinero, puesto que de lo contrario se estaría contemplando una simple permuta de bienes. Su etimología (del latín, pretium) ya expresa a las claras una relación de intercambio entre los bienes, los servicios y el talento disponibles en el mercado y la moneda utilizada como referencia. En teoría económica, el precio se estudia desde la perspectiva del adquirente, que lo utiliza como una referencia de valor, y desde la perspectiva del oferente, como herramienta destinada a generar recursos encaminados a recuperar la inversión y obtener por ello una justa ganancia. En consecuencia, existe un precio de oferta —que representa el valor que quiera darle a la cosa quien se desprende de ella—, un precio de demanda—el valor que realmente está dispuesto a otorgarle a la cosa su comprador— y un precio de mercado—la valoración pactada en otros contratos sucedidos con anterioridad y similares al objeto de transacción—.
Por lo tanto, y sin ahondar en los debates que el precio ha suscitado a lo largo de la historia entre sus intérpretes clásicos, los marginalistas, el marxismo o el keynesianismo, tendríamos que convenir que el precio se halla presente conceptual y jurídicamente en todos los contratos turísticos, lo que incumbe a todos los operadores turísticos y a sus clientes. Cuando decimos que la economía colaborativa surge por una necesidad de bajo precio, debemos a continuación añadir en sus justos términos que el mercado del lujo surge por una necesidad de alto precio. El hotel de bajo precio está tan necesitado de contabilizar el intercambio monetario como el hotel de alto precio. Quien no entienda esto que se ponga a estudiar de inmediato economía.
Dicho lo cual, conviene que interpretemos la aparición de la economía colaborativa como un fenómeno circunscrito también a la redefinición de la estructura de precios en todo el orbe turístico. La industria del transporte aéreo ha venido marcando la pauta en casi todas las innovaciones que se han producido en la industria hotelera, como la reciente asimilación del yield management o gestión variable de precios por parte de la mayoría de hoteles (el sector monopolístico del taxi, en vías de extinción, permanece ignorante a esta práctica). La próxima innovación, sin duda, se producirá en el ancillary management o gestión de los complementos al negocio raíz. Que, si en la industria aérea o terrestre es el transporte, en la industria hotelera no es la cama, sino una experiencia sedentaria.
El modelo Ryanair se aplica desde hace tiempo en todas las aerolíneas norteamericanas, independientemente de su tipología, tradición o idiosincrasia de marca. Incluso JetBlue, reticente hasta ahora al desglose de precios en el pasaje aéreo, lo acaba de adoptar sin remedio. Lo que busca un usuario de aerolínea no es el avión, sino el transporte de un punto a otro. Trasladarse en el espacio y en el tiempo con seguridad y puntualidad. A partir de esta consideración, el avión adquiere otro valor. Porque no es lo mismo ir sentado delante que detrás, junto a la ventana o en el pasillo, cerca de los baños o con vistas al campo. No es igual medir 90 centímetros de cadera que 200, ni tener piernas largas que cortas. A veces donde cabe uno, caben dos. Otras veces, ni siquiera cabe uno. No es lo mismo usar el espacio del urinario que no usarlo. No es lo mismo llevar maleta que no llevarla. O transportar dos. No es lo mismo comer que no comer. No es lo mismo beber que no beber. No es igual comprar media tienda de abordo que permanecer ahorrativo frente a los encantos del duty free. En fin, no es lo mismo viajar durmiendo en cama que cabecear en clase turista.
Las aerolíneas norteamericanas han observado un incremento creciente de los servicios auxiliares en estos últimos años posteriores a la Gran Recesión, según un estudio desarrollado por IdeaWorksCompany en 63 aerolíneas comerciales. Estos servicios suponen ya un 40% de la factura total para algunos segmentos de vuelo, con un incremento del 8,5% respecto al año anterior. El margen operativo de muchos de estos servicios auxiliares ascienden al 80%, y casi todos representan al menos un 40% de la facturación.
Si la industria hotelera hiciera una proyección de estas tendencias analizadas en el transporte aéreo, como seguramente Airbnb y otros conectores tecnológicos ya han efectuado sobre los propios establecimientos hoteleros, comprendería mucho mejor a un sector creciente de su mercado y se apremiaría a dar una respuesta a estas nuevas necesidades modificando sus productos y su estructura de precios. ¿Para qué demonios necesita una parte importante de la clientela el inefable mostrador de recepción? ¿Para qué un vestíbulo o un salón de estar cuyo valor en metros cuadrados se está cotizando en la factura? ¿Para qué un comedor si piensa cenar en el restaurante de moda en la ciudad? ¿Para qué un business center si resulta que acude a una boda y no tiene intención de mandar un fax? ¿Para qué un televisor en la habitación si su distracción nocturna es Twitter? ¿Para qué el minibar si se lleva la bebida desde casa o la compra en el supermercado de la esquina? En fin, ¿para qué mantener un retén de room service si el restaurante de enfrente está dispuesto a subirle un menú de autor o el cocinillas vecino puede suministrarle un postre casero a través de la app colaborativa Eatwith?
El auge competititvo de Airbnb, Uber, HomeAway, Eatwith, Tasrabbit y otros conectores tecnológicos no obedece solo a la innovadora puesta en valor de recursos hasta ahora desaprovechados, ni siquiera a las ventajas fiscales que le otorga su incomprensión por parte de los lobbies y los reguladores, sino fundamentalmente al conocimiento Big Data de todos y cada uno de los usuarios —que la industria tradicional solo alcanza a reconocer como ‘el mercado’— a fin de ofrecerles el servicio personalizado que necesitan o al que aspiran. Y parece claro que a los millennials ya no les provoca una expendeduría de recepción, ni un salón de televisión, ni un business center, ni siquiera el minibar. Las exigencias sine qua non de esta población residen en un espacio convivencial, una ducha que quepa en Instagram y un acceso wifi a Internet de banda ancha para compartir sus emociones viajeras.
Tal es el desafío pendiente para una industria de la hospitalidad distraída hoy tras una estéril polémica en torno a la legalidad de estos servicios, antes que centrada en el rediseño del sector y en la adaptación de los productos hosteleros a la nueva realidad de la sociedad digital. Claro que existe otra sociedad previa sin tamañas exigencias, pero sus expectativas de vida son naturalmente menores.
Fernando Gallardo |
Amigo Fernando….lo has clavado
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