Si la marca W, perteneciente al grupo hotelero norteamericano Starwood, puede alardear de haberse abierto un hueco entre las generaciones más jóvenes del consumo de lujo, debemos esperar un tiempo para saber si ocurrirá lo mismo con la marca Edition, la reciente apuesta de Marriott por el mismo segmento de viajeros. Claro que no estamos hablando de una juventud Millennium, sino de aquellas que sucedieron a los baby boomers, las generaciones X e Y en el argot demográfico.
Pese a sus 16 marcas, la cadena Marriott se distingue por un clasicismo muy apegado a la figura de su fundador, John Willard Marriott, continuada hasta el presente por su hijo JW «Bill» Marriott. Un clasicismo que salta incluso por encima de la generación nacida entre 1945 y 1970 hasta coquetear con la que representan los 81 años de Marriott Jr. La exigencia de un rejuvenecimiento del producto condujo al propietario, que posee todavía el 25 por ciento de las acciones de todo el grupo, a contratar como CEO a Arne M. Sorenson, un ejecutivo americano de 54 años cuyos primeros pasos están siendo significativos en esa dirección.
Nada más asumir el cargo, Sorenson se puso en contacto con el legendario hotelero Ian Schrager, autor de conceptos en su día novedosos como el de un hotel-teatro, un lugar en el que pasaran cosas, un espacio experiencial. Morgan, Paramount, Hudson, Clift, Sanderson y St. Martin’s Lane, entre otros, surgieron del otrora fundador del célebre Studio 54, en Nueva York. Bajo su ingenio han despuntado artistas tan cotizados como Philippe Starck, Julian Schnabel, Andrée Putnam, Jean-Michel Basquiat y otros. Acordó con Schrager la definición y puesta en marcha de Edition, una marca con la que pretende conquistar a la generación X. Después estableció un acuerdo con Antonio Catalán para conquistar América y su generación Y con los hoteles AC. Finalmente, se reunión con Ingvar Kamprad, propietario de Ikea, para desarrollar una cadena de hoteles (Moxy) para la generación Z, los actuales millennials.
Hago aquí un panegírico de nombres con la intención de resaltar, una vez más, la idea de que un hotel es cosa de personas.
Personas hechas y derechas, como Bill Marriott, que voló a Londres el pasado septiembre para inaugurar su primer Edition en Londres, situado en Fitzrovia, el barrio bohemio en el que protagonizaron muchas de sus correrías Virginia Woolf y George Bernard Shaw (por separado, claro). La gala duró hasta el amanecer, pero el señor Marriott se retiró poco después de comprobar que esos decorados retroiluminados de LEDS, ese bar tan rococó amueblado con sillones verdes chilones, esa discoteca esgrafiada por láser, en fin, esos salones en los que diversas coristas tocadas con turbantes de papel higiénico, no eran ciertamente su ambiente ideal para los discursos de bienvenida. Tenía ya una habitación reservada en otro de sus hoteles, el lujoso y clasicote Grosvenor House.
La celebración no pasaría de anecdótica si no fuera por la reflexión que uno siempre se hace cuando relaciona el establecimiento hotelero que pisa con sus propietarios o gestores. ¿Conocen las habitaciones que venden? ¿Han dormido alguna vez en ellas? ¿En todas ellas? Y si le respuesta es positiva, que no lo es en la mayoría de los casos, ¿con cuánta frecuencia se aposentan en ellas para descubrir sus posibles incomodidades, carencias, insuficiencias o defectos a subsanar?
Bill Marriott habría acertado si aquella noche de fiestón, pese a su edad y su presidencia honoraria, hubiera descendido a los infiernos (total, por 310 euros de nada) y calibrara el revolcón que va a sufrir su cadena en manos de Arne Sorenson. Más importante aún, que comprendiera a sus clientes, de la generación que fuesen, compartiendo con ellos su estilo de vida, las instalaciones programadas para ellos y los servicios que recibirán a cambio de transferir esos 310 euros a su bolsillo de perro viejo. Quizá el señor Marriott no esté ya para tales lides, pero los viejos hoteleros -como los viejos roqueros- nunca mueren. Y, si mueren, se mueren con las botas puestas, a lo Custer.
Hemos conocido hoteleros así, de vieja y nueva guardia. Los hemos reconocido por sus gestos. Por no temer a que se les cayeran los anillos. Por ser unos pringaos y trabajar con la gente, con sus empleados y sus huéspedes. Porque la hostelería es una vocación y debe practicarse con devoción, arriba de la escalera que conduce al cielo y en el fango bituminoso de las averías intempestivas o las quejas malévolas en Tripadvisor. Hoteleros de solera cuyos nombres recordamos sin necesidad de abrir la agenda, con solo musitar las primeras letras de su establecimiento. Familias como la de Jaume Tàpies, cuyo protocolo de bienvenida les obliga cada tarde a estar presente en la apertura del comedor, como propietarios que son del Castell de Ciutat, en la Seu d’Urgell. Hombres hechos a sí mismos como Fidel Tejero, propietario del hotel Villa de Sallent, en Formigal, que lo mismo está al frente de la recepción, arreglando una cañería bajo la nieve, cambiando una bombilla en la habitación que sea o al volante de la furgoneta que lleva a los esquiadores al pie de pistas. La lista de recuerdos haría interminable este artículo, y muchos de ellos flotarán seguramente en tu mente, querido lector.
A fin de cuentas, cada hotel es un proyecto personal y merece ser recordado también por las personas que proyectan en los demás una emoción. Nombres para el recuerdo, como el que acuña en la fachada de sus propios establecimientos JW Marriott.
Fernando Gallardo |
Será que somos raros, pero desde que abrimos cada invierno dedicamos un buen número de días a vivir y sentir en cada habitación (y zonas comunes). Dejamos que nos hable y gracias a eso y a las sugerencias que nos van haciendo los huéspedes descubres la necesidad de un asa en una bañera, un toallero mal colocado, una luz incómoda o poco potente o una ducha demasiado baja.