
El tema del gallinero se está viralizando. A muchos les resulta insólito que los huéspedes de un hotel rural se quejen de los ruidos de una explotación rural. Pero esto forma parte del marketing campestre al que todos los alojamientos turísticos se han sumado: la ventaja del campo es el silencio. Así es que no son los viajeros los que no saben viajar, ni la autoridad que ha abierto expediente al gallinero un funcionario con mentalidad urbana. Los consumidores de alojamientos rurales compran lo que se les vende: el silencio. De igual modo que los urbanitas no son gente estresada. Compran la eficiencia del hábitat compacto, la accesibilidad de los servicios, el confort de la vida comunitaria.
No es casualidad el vigente desencuentro entre los habitantes del campo y los urbanos, la dicotomía entre la turistificación de las ciudades y la despoblación del medio rural. Tiene su lógica. Y ésta pasa por la evolución de los sectores económicos y de la sociedad misma en función de su desarrollo vital y la tecnología que aplica al mismo. En diversas ocasiones hemos señalado que el turismo rural emergió con las aspiraciones de una generación y languidece con las aspiraciones de otra más joven.
A mediados de los años ochenta, el turismo rural irrumpió en la industria turística española con las ayudas de los fondos estructurales europeos para cumplir tres objetivos de desarrollo: la salvaguarda del patrimonio (por ejemplo, las iglesias que tachonan el Camino de Santiago, las exposiciones de las ‘Edades del Hombre’ en Castilla y León, el eje viario de la Ruta de la Plata), la generación de una renta complementaria para la debilitada población de la España agropecuaria y para cumplir con una ética romántica que el marketing político situó como irrenunciable para el bienestar social: la fijación de población.
Y, si bien es cierto que el primer objetivo ha sido ampliamente conseguido con una oferta que sitúa a este país en la cabeza del acervo patrimonial de la humanidad, en título que provee la UNESCO, los otros dos objetivos distan mucho del idílico escenario que aquellos impulsores del turismo rural de los ochenta pretendían. Ni el turismo rural ha significado una ampliación significativa de la renta en familias dedicadas a la actividad agropecuaria, pues los emprendimientos turísticos han sido mayoritariamente protagonizados por aventureros de las clases medias urbanas (¿Recordamos la historia? «Érase un matrimonio de ejecutivos estresados en la ciudad que decidieron abandonar sus altos empleos para apostar por la tranquilidad de la vida campestre y el noble oficio de la hospitalidad» …a otros ejecutivos también estresados que hacían su escapada de la ciudad los fines de semana y fiestas de guardar), ni mucho menos se ha conseguido frenar la despoblación que el abandono de las faenas en el campo ha ido sucediendo a lo largo del siglo XX por causa de su automatización y de los bajos precios que permiten sus costes marginales decrecientes.
Súmese a todo esto que de los 82,6 millones de visitantes internacionales que visitan España (en cifras de 2018) apenas 658.000 demuestran interés por los alojamientos rurales. ¡Un diminuto 0,7 por ciento!
Pensemos a la vista de los datos que el campesino tiene razón en defender su gallinero porque habita en el medio indicado para explotar unas gallinas, siempre y cuando cumpla las medidas de higiene reglamentarias para mantener una explotación de este tipo. Pero también tiene razón el viajero de lo rústico que se queja precisamente del bullicio generado en el campo cuando lo que le han vendido es un producto supuestamente silencioso e incontaminado. Dar por supuesto que el campo es maloliente, silvestre y emisor de aullidos bestiales es tan atrevido aserto como dar por supuesto que la ciudad es ruidosa, estresante y emisora de malos humos. Si la conciencia ecológica pasa por implementar normas y conductas tendentes a descontaminar las ciudades de todo eso que antes emitía, por qué no sugerir lo mismo de las emisiones campestres.
Pero lo cabal y abordable a corto plazo es educar a la población urbana de lo que se va a encontrar en el campo, del mismo modo que se debe educar a la población rural de que en la España vaciada no se vive necesariamente peor. El turismo rural debe redefinir su personalidad huyendo de tópicos que no se cumplen en todos los casos. Hay ruido insoportable en el campo, polución en demasía y un nivel de insatisfacción personal que podrían ser equiparados culturalmente a los niveles de ruido, contaminación y enfado de la ciudad. Que no nos vendan motos con la poesía de los tractores. Que no nos vendan paz cuando lo que tiene el vecino es un gallinero.
Y así nadie se llamará a engaño. Porque somos muchos los que viajamos para oler a cucho de vaca (en homenaje a la Asturias del gallinero), hacerle oídos a los grillos y hasta para escuchar el rumor del agua en la Cuevona, aunque nada tenga que ver con el fragor de las cataratas del Niágara. Pero también somos muchos más los que vivimos en la ciudad para sentirnos vivos con el rugido de una Harley-Davidson, olfatear el asfalto que nos lleva al hospital cercano y recorrer las calles a paso ligero, como si fuéramos en pelotón al campo de batalla.
El paraíso reside en los neurotransmisores de nuestra mente.
Fernando Gallardo |
Yo creo en la adaptacion de la comercializacion del turismo rural, arriesgar, renovarse, el turismo de naturaleza sera el siguiente paso.