Lo inesperado es lo que cambia la vida (anónimo)

¡Eureka!, gritó Arquímedes en la bañera al observar cómo su cuerpo desplazaba una masa de agua equivalente al volumen sumergido. Había descubierto el principio que lleva su nombre. Siglos después, Melvin Calvin (Saint Paul, Minnesota) recibió el Premio Nobel de Química por sus trabajos sobre la asimilación del dióxido de carbono por las plantas. Lejos de ensimismarse en sesudos estudios, la inspiración para explicar la fotosíntesis de las plantas le llegó mientras esperaba en su coche a que su mujer terminara de hacer unos encargos. August Kelulé (Darmstadt, Alemania) pudo haber recibido el Premio si hubiera nacido medio siglo después, ya que de los cinco primeros Nobel en Química que se concedieron, tres fueron ganados por estudiantes suyos. Su descubrimiento de la estructura del benceno se produjo soñando que átomos y moléculas formaban cadenas giratorias hasta que una de ellas se convirtió en una serpiente que se mordía la cola formando un círculo por la rapidez con que se retorcía sobre sí misma.
La serendipia, que no entró en el Diccionario de la Real Academia Española hasta su edición 23ª, se define como un «hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual». Al parecer, el término tiene su origen en el cuento persa de Los tres príncipes de Serendip, donde tres príncipes dotados de un extraño don realizaban por chiripa(voz popular en España) unos descubrimientos valiosos para su comunidad. En 1754, el político, escritor y arquitecto británico Horace Walpole, fascinado por el relato, introdujo el neologismo serendipity.
Picasso no dudó en advertir a su interlocutor, que le preguntaba cómo lograba tener la inspiración necesaria para pintar, que, si bien ignoraba de dónde procedía, sí sabía que le pillaba siempre trabajando. Porque para conseguir un propósito en esta vida, por casualidad o por conocimiento, uno debe estar en situación de disponible.
Así lo observo hoy en Peter Norvig, pionero de la inteligencia artificial y director de Calidad de Búsqueda de Google. Sus propuestas científicas nacen de una constante búsqueda y experimentación, pero también del hecho de que su mente esté abierta a hechos casuales o no necesariamente explicables en un primer momento. Su visión de la robótica es, contra lo que otros científicos promueven, eminentemente práctica y funcional. «No necesitamos duplicar a los humanos», esgrime como argumento central de su ingeniería informática. «Carece de sentido duplicar lo que ya sabemos hacer, mientras que resulta tremendamente útil la asociación de los humanos y las máquinas en pos de algo que ninguno hoy por hoy haría por sí mismo». Lo relevante es crear máquinas que complementen o superen la capacidad de los humanos, no que los emulen.
La historia de inteligencia artificial muestra que, aunque todavía estamos muy lejos de replicar la versión artificial del cerebro humano, el proceso nos ha enseñado mucho sobre las leyes de la inteligencia y el razonamiento, y nos ha dado muchas otras herramientas poderosas que han aumentado nuestras habilidades.
Porque, habiendo sido pionero en muchas ideas innovadoras para el desarrollo robótico, Norvig regresa con frecuencia a la informática convencional: intérpretes interactivos, ordenadores personales con ventanas y ratones, entornos de desarrollo rápido, bases de datos relacionales, gestión automática de almacenamiento y conceptos clave de programación simbólica, funcional, declarativa y orientada a objetos.
Todas estas importantes herramientas no habrían existido (o al menos habría tomado mucho más tiempo inventarlas) si no hubiera sido por la gente que ha perseguido sin desmayo el sueño salvaje de las máquinas pensantes y la inteligencia artificial general.
En el desarrollo de tales herramientas figura, omnipresente, el cerebro humano. Las redes neuronales se diseñan con arreglo a la estructura física del cerebro humano. El aprendizaje automático se inspira en la forma en que los seres humanos aprenden a través de la experiencia y la repetición. Los sistemas expertos afrontan la lógica del conocimiento bajo el mismo prisma en que trabajan los seres humanos.
No hay forma de saber cuándo van a transitar de modo autónomo los vehículos de nivel 5 en las ciudades, esos coches sin conductor, sin volante y sin intervención humana de ningún tipo. Pero en su corta historia, la industria automotriz ya acumula logros importantes. Aunque no tenemos coches sin conductor que puedan funcionar en los entornos abiertos e impredecibles a los que están acostumbrados los humanos, hemos desarrollado muchas tecnologías útiles, como el aparcamiento automático, la asistencia en carretera, los avisos de ángulo muerto y la detección de la somnolencia. Estas son mejoras incrementales, pero cada una de ellas hace que la conducción sea un poco más segura y ayudará a salvar miles de vidas cada año.
Peter Norvig es consciente de que la tecnología actual está preparada para su despliegue en entornos controlados, como fábricas o instalaciones industriales, en vecindarios de poco tráfico o dentro de complejos cerrados. Ejemplo de ello son los robots operativos las 24 horas en los almacenes de Amazon. O los montacargas autónomos, que están sustituyendo a operadores humanos cualificados en instalaciones portuarias. Todos ellos se benefician de los desarrollos ideados para la industria de los vehículos autónomos, como los lidars, la visión por ordenador, la tecnología de sensores y la cartografía digital.
La historia de la humanidad está marcada por los sueños salvajes y los controles de la realidad. Las personas que querían imitar el vuelo de los pájaros nunca crearon alas aleteando, pero nos ayudaron a descubrir las leyes del vuelo e inventar aviones.
Hans Berger, un neurólogo alemán que estaba explorando la telepatía mediante la lateralización de las funciones cerebrales jamás logró su objetivo, pero en cambio inventó el electroencefalograma (EEG), que a fecha de hoy sigue siendo una de las herramientas más importantes para estudiar el cerebro y diagnosticar enfermedades relacionadas con el sistema nervioso. Tras habérsele denegado el Premio Nobel debido a que su hallazgo fue serendípico, se suicidó el 1 de junio de 1941 en su clínica de Jena, Turingia.
Fernando Gallardo |