Una de las mayores debilidades de la hotelería tradicional es su dificultosa integración con el entorno. En la ciudad, en la playa, en la montaña, los hoteles parecen islas en medio del mar, cuando no náufragos de cariño y reconocimiento por parte del vecindario. Resorts turísticos vallados en paraísos recónditos, debidamente protegidos de la población local (a veces harapienta, otras pedigüeña). Hoteles urbanos cuyo glamour traza una frontera invisible entre la población residente y la pasajera. Centros de negocios especializados en impedir a sus clientes toda distracción local, diseñados con los más refinados instrumentos de inescapabilidad.
El ideal de cualquier anfitrión es, no obstante, ejercer de eso mismo: el arte de la bienvenida, la acogida y la zambullida local. Tanto marketing de destino y tanta estrategia discursiva sobre las actividades complementarias, eso que los anglosajones denominan ancillaries, para que llegue un neófito y consiga por arte de magia el ensamblaje perfecto entre lo de afuera y lo de adentro, la diferenciación exigida en toda economía del desplazamiento que hemos reconocido como industria turística. Tal ha sido desde sus principios el ideario Airbnb: espíritu de barrio, esencia local. Sigue leyendo