Morder la manzana

¿Quieres pasar el resto de tu vida vendiendo agua azucarada, o quieres una oportunidad de cambiar el mundo? Esta rotunda pregunta marcó la vida de John Sculley cuando fue tentado por Steve Jobs para que abandonara la vicepresidencia mundial de Pepsi y se integrara en las filas de Apple Inc. Todos estaríamos ahora vendiendo refrescos si no fuera porque gentes como Jobs creyeron en el potencial del ser humano para cambiar el mundo (cierto es que unas veces para bien y otras para mal, pero no somos jueces para discernirlo). Lo crucial es que podemos cambiar las cosas, y de hecho las cambiamos todos los días. Unos más, otros menos. Pocos quedan ya en la caverna. Y de estos pocos, la primavera árabe está dando buena cuenta estos días.

¿Qué alforjas requerimos entonces para este viaje? Mañana nos bastará nuestro lado oculto del cerebro, pero hoy todavía necesitamos dispositivos físicos y tecnológicos como el iPod, el iPhone y el iPad, todos ellos productos diseñados por quien abandonó la venta de agua azucarada invitado por el visionario que mordió la manzana. Las consecuencias de tales inventos aún están por medirse en su real dimensión, pero sabemos que los gadgets intuidos por el mordedor de manzanas están cambiando nuestra forma de relacionarnos, nuestra forma de vivir y, naturalmente, nuestra forma de pensar. Esta mañana, el Conde Nast Traveler me ha entrevistado para que opinara sobre los efectos de estos inventos en la industria turística y el  mundo de los viajes. Notorios, cabría responder. Pero he querido ir más allá del arquetipo tecnológico que suponemos y provocar una reflexión acerca de una tecnología móvil que, en sí misma, es el viaje por antonomasia.

Sí, sí. Viajar es moverse por el orbe conocido y explorar el desconocido. Pues tanto el iPod como el iPhone o el iPad representan la quintaesencia de la movilidad, el viaje en estado puro, la propia actividad, el memento del movimiento. No son simples herramientas de ayuda al viaje, ni medios para la comunicación. Es el mensaje, la lógica del desplazamiento.

¿Geolocalización? ¿Realidad aumentada? ¿Reservas virtuales? ¿Información turística en la nube? ¿Redes sociales de conversación y prescripción? No solo eso, Apple es una dinámica de vida y conocimiento. Es el proyecto que hace creíble nuestra idea de progreso. Un estilo de vida, un rumbo hacia el futuro.

La gran pregunta que todos debemos hacernos con el fallecimiento temprano de Steve Jobs es por qué mordió la manzana. He leído que al genio de San Francisco, California, lo comparan tras su deceso con Adán y con Newton. Éste último sobra. El científico la estudió cayendo, pero no mordió la manzana. Era analítico, nada más. Su descubrimiento añadió un grano de arena al saco de la ciencia, y eso fue todo. Steve Jobs, sin embargo, marca un cambio de era que devuelve a la humanidad una esperanza que nunca debió dejar dormida, ese impulso transgresor de liquidar el aburridísimo paraíso terrenal, esa profanación de lo políticamente correcto, la subversión del orden constituido y vacuo para el libre ejercicio de la creatividad.

La visión de Jobs fue siempre 180 grados de la de compañías como IBM, en las cuales empleados de corbata programaban de manera casi mecánica todo lo que popularmente se consumía y hasta donde su desconocimiento de la tecnología llegaba. Porque lo que ha hecho a Apple grande y genial es que entre sus empleados y contratados figuran músicos, poetas, artistas, científicos e historiadores, que «de alguna forma también son algunos de los mejores científicos computacionales del mundo», comentó él mismo en alguna ocasión. Más que vender sus productos como series distintas sin características en común, Jobs nos ha demostrado que vender la idea es más potente que vender un producto. «La gente suele no saber lo que quiere hasta que lo tiene al frente», confió a BusinessWeek en 1998.

A través de esa lección perfecta de innovación que es darle una vuelta a las cosas 180 grados, sin temor al fracaso ni pudor por esa exploración anticonservadora tildada a veces de auténtica locura, Steve Jobs ha sabido enganchar a los consumidores a un sentimiento de vínculo con su marca. No son sus productos lo que desean obtener, sino lo que representan. Todos nos identificamos con ellos, y algunos incluso acampar en las preventas de sus últimos modelos de iPhone porque vivimos como niños expectantes de ese juguete prometido.

«Hay que tener el coraje para seguir tu corazón y tu intuición», nos ha aconsejado el mordedor de manzanas. Qué enorme argumento para quien, hace tan solo unos días, se rebeló ante un grupo de hoteleros contra la idea del orden establecido y el cumplimiento religioso de los cánones oficiales de clasificación y regulación turística. Fomentemos el caos creativo frente a la ordenada realidad de un turismo que, sin embargo, está cambiando y nos hace cambiar en nuestra propia gadgetización (uf!) cultural. Démosnos la vuelta 180 grados y mudemos de horizonte. Mordamos la manzana y tendremos a miles, millones de personas, acampados frente al portón que abre, no el hotel de nuestros sueños, sino ese hotel con el que ni siquiera hemos jamás soñado.

Fernando Gallardo |

* Escrito desde un iPad

3 comentarios en “Morder la manzana

  1. Fernando, lo siento pero es un insulto comparar a Steve Jobs con Newton. Steve Jobs ha creado un producto útil, pero lo que ha creado básicamente es la necesidad en todos de poseer este producto. Newton, en su «Philosophiæ naturalis principia mathematica», pone las mismas bases que regirían la física durante 300 años, y que aún ahora funcionan para buena parte de ella.

    Dentro de 300 años, dentro de 30, dentro de 3!, los inventos de Jobs serán pisapapeles. Jobs puso en bonito lo que ya estaba inventado y creó la necesidad de llevarlo siempre encima, que no es poco. Si la ciencia es un saco de arena de 50 kilos, en su día Newton no añadió un gramo, añadió 45 kilos como poco.

    No dejemos que los creadores de aparatitos nos hagan perder de vista a los verdaderos genios.

    Joan Cifre, ingeniero de telecomunicaciones

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