Algunos países tienden a fomentar que los ciudadanos se deban al servicio del Estado. Da igual que su titulación les acredite como funcionarios al frente de los servicios públicos o emprendan un negocio para el cual les quepa exigir subvenciones a fondo perdido o préstamos en condiciones favorables. Ambos cumplen las reglas de oro del Estado próvido y aceptan que de su poder ejecutivo dimane la política económica en aras de un anhelado bienestar colectivo e igualitario. Las instituciones públicas se convierten así en la primera empresa del país, y nadie moverá ficha a la espera de sus grandes decisiones políticas y monopolísticas.
Coincidentemente, estos países arrastran hoy una depresión económica y psicológica que se eterniza porque la mayoría de su población está esperando que los responsables del Estado arbitren las políticas adecuadas para revertir la crisis. Puede que no haya soluciones a la vista, pero nadie tomará iniciativa alguna antes de que el Estado se pronuncie en uno u otro sentido. Da igual lo que se tarde. Lo importante es, en tiempos inciertos, unirse todos en el infortunio.
Otros países, sin embargo, proclaman en su Constitución que es el Estado el que debe su servicio a los ciudadanos. Da igual que los funcionarios funcionen o que los políticos hagan política. La iniciativa económica corresponde a la ciudadanía que, libremente, constituye empresas y desarrolla toda su capacidad de innovación, riesgo, saber y beneficio. Las instituciones públicas solo se ocupan de rendir cuentas a los ciudadanos y de asegurar la igualdad de oportunidades entre todos ellos, así como la debida transparencia de los mercados que libremente éstos han creado.
Muchos de estos países también están hoy expuestos a los efectos de una recesión que amenaza la globalidad económica en el mundo. Solo que, a diferencia de los anteriores, la ciudadanía suele adelantarse a las medidas de sus gobiernos con iniciativas emprendedoras que remueven las estructuras obsoletas del aparato productivo. Mediante la innovación y la libertad de empresa, el mundo ha ido saliendo paulatinamente de la caverna. Aunque no es menos cierto que a veces el precio abonado por esta liberación pueda antojarse excesivo.
Estuve la semana pasada en el país de los cinco millones de cesantes agónicos sin observar en ninguno de ellos el más mínimo gesto de quebrar su actitud de espera al diktat de los gobernantes. Hoy me encuentro en el país antagónico de los emprendedores, que lo mismo merodean en los cubos de basura o en las cañerías de Wall Street. Y me he paseado un largo rato por la High Line, la antigua vía férrea que llenaba los galpones de mercancías, el nuevo pulmón vegetal de Manhattan, la sempiterna línea de vida que alimenta a los neoyorquinos. Sucumbí enseguida al encanto de este museo al aire libre, repleto de viandantes locales y turistas, familias enteras con sus niños en coche, espíritus nómadas entregados a la lectura de un libro en algún banco solitario, grupos de amigos haciéndose fotos en los marcos previstos por los diseñadores del proyecto.
La atmósfera de este parque público no daría para más literatura si no fuera porque esta reliquia arqueológica industrial que atraviesa el flanco oeste de Manhattan fue rescatada de la ruina por un grupo de vecinos constituidos en la asociación Friends of the High Line. Comandados por dos jóvenes amantes del ferrocarril, Joshua David y Robert Hammond, los ciudadanos reclamaron a la autoridad municipal convertir la línea en una vía verde gracias a la financiación y el trabajo colectivo de unos 20.000 vecinos que veían todos los días pasar trenes por delante de sus ventanas. Y este gurú de la información financiera que es su alcalde, Michael Bloomberg, creyó en la ciudadanía antes que en la política aportando los fondos necesarios para su rehabilitación. Mientras, los Friends of the High Line se comprometían a mantener la infraestructura y gestionar su funcionamiento con la ayuda de un programa de crowdfunding al que aportan sus ahorros varios miles de personas y empresas. Las start-ups de la nueva era, las primeras.
La High Line representa un esfuerzo colectivo de los neoyorquinos por dotar a su ciudad de espacios de vida. Y demostrar así que la colaboración mixta público privada rinde mejores frutos en una sociedad cada día más comprometida con la innovación y el desarrollo. Pero es que además constituye un recurso turístico de primera magnitud. Apenas con siete primaveras, la High Line atrae ya a cuatro millones de turistas anuales. Una cifra que, con toda seguridad, se duplicará en cuanto se termine de rehabilitar el nuevo tramo previsto y la nueva sede proyectada por el arquitecto Renzo Piano (autor del centro Pompidou, de París, y urbanista de la Potsdammerplatz, de Berlín). Una ciudad que renació después del atentado más atroz de la historia tenía que dar una respuesta así. Sin producto no hay destino. Y la modesta y descascarillada High Line lleva camino de convertirse en un producto turístico tan importante en número de visitas como la Alhambra de Granada.
Andaba yo reflexionando sobre la rehabilitación de los desechos urbanos y fabriles antes que las horrorosas nuevas construcciones de la arquitectura espectáculo, sobre los efectos dinamizadores de La Ruina Habitada y otros ejemplos de arqueología industrial, fruto del espíritu colectivo de los neoyorquinos, cuando me llegó la noticia de que un grupo de hoteleros cántabros asistentes al seminario #Hotel2020SDR, del pasado 6 de mayo, se habían puesto de acuerdo para desarrollar un nuevo producto turístico consistente en dar servicio a los cicloturistas bajo el sello de garantía Bikefriendly. Y entonces pensé en los cuatro millones de turistas de la High Line y cuántos de éstos no se montarían en la bici para recorrer Cantabria a través de una línea verde de voluntades aunadas, de emprendedores renuentes a esperar un milagro económico de sus responsables políticos, de ciudadanos animosos por hacer levitar a sus visitantes sobre un programa de crowdfunding solidario y no de subvenciones caritativas.
Estoy con ellos desde el primer momento porque sé que su iniciativa, como la de los ciudadanos neoyorquinos, seguirá insuflando vida a los negocios hosteleros que regentan. Si uno de cada tres hoteles está condenado a cerrar muy pronto, ninguno será el suyo.
En la alta línea del tiempo, la humanidad ha podido sobrevivir gracias a ideas nuevas, a nuevos inventos, nuevos proyectos de vida.
Fernando Gallardo |