Un coctel de 6 millones de dólares

Jigger Cocktail Bar

Inauguración del Jigger Cocktail Bar, de David Ríos, en Bilbao

tuit coctel

Con este tuit celebré esta semana la llegada de un bartender excepcional, Diego Cabrera, al «quilombo» digital de la Ruina Habitada. Nunca he estado en su bar por no cometer el sacrilegio de pedirle mi bebida favorita después del vino y la cerveza: ¡un gin tonic sin gin, por favor! Pero he coincidido con él en algunos saraos madrileños, especialmente el que me llevó a convocarlo hace más de tres años, junto a otros conocidos barmen, para debatir sobre el espacio del bar en la hotelería. Repensar el bar, se llamaba el encuentro que patrocinó la marca francesa de champagne Mumm. Además de Cabrera, asistieron al evento Carlos Moreno, Javier Rufo, Óscar Durán, Francesco Cavagionni, el DJ Johan Walt y el interiorista Lorenzo Castillo. La conclusión de aquella reflexión en grupo no podía ser otra que lo expresado de nuevo en este tuit iniciático: la coctelería ofrece una oportunidad espectacular a los hoteles de conectar con su clientela a través de sus liturgias.

Claro que no cualquier coctelería. Todos los convocados a aquel debate acreditan una sobrada solvencia como barmen creativos, originales incluso en su apostura, gerentes de su propio negocio y actores de un espectáculo que en tiempos pasados identificaba a la hotelería y que se perdió cuando los promotores inmobiliarios entendieron que el negocio de un hotel era vender camas. Acabados estos arribistas inmobiliarios y extinta la hotelería como factoría de colchones, ahora toca iniciar un severo reciclaje hacia el hotel experiencial vivido como una fábrica de emociones. Lo hemos repetido hasta la saciedad en nuestros seminarios #hotel2020.

Pues bien, uno de los recursos más obvios en esa reconversión hotelera, por litúrgicos, es la magia de crear, mezclar, batir, birlebirloquear y, finalmente, servir un cóctel. Pocos otros espectáculos expresan mejor que éste el transcrecimiento de la vieja idea de servicio, el servir, por el nuevo concepto de liturgia, el sorprender. Puede que el arte de pelar una naranja sobre el gueridón, a la vista de todos y sin tocar la fruta, tenga de servicio lo mismo que de prestidigitación. Puede que la confección de un bouquet floral y su transporte hacia la habitación por una cohorte de vestales sea la máxima expresión del refinamiento estético en establecimientos como los de la cadena de lujo Amanresorts. Puede que cerrar de noche una piscina sin vallarla, desperdigando sobre la lámina de agua una frazada de clemátides o flores de loto, sugiera una escenografía propia de una danza polotsiana.

Pero lo que es seguro es que la orquestación de color, luz, sonido, vapores, sabores y texturas de un cóctel nos llama a todos poderosamente la atención. Incluso a los impetinentes del gin tonic sin gin. La dramaturgia de Leo Robitschek en el hotel NoMad, de Nueva York, confirma lo susodicho. No hay en toda la ciudad un bartender con su maestría. Hay que verlo actuar en The Library, la barra sotto luce de este hotel de moda. Sin entrar en lo circense, su destreza en el manejo del shaker atrae no solo a los forofos de James Bond («agitado, no removido»), sino al público en general, como si la Fura dels Baus actuara en un escaparate a la calle. Tal es su éxito en el manejo de la escena que la barra será prolongada este verano hacia un local anexo de apenas 40 metros cuadrados que los dueños del NoMad se han visto obligados a adquirir por el módico precio de… ¡seis millones de dólares!

Porque, como bien saben Diego Cabrera, Carlos Moreno, Leo Robitschek y compañía, un coctel espectáculo en un hotel de moda no tiene precio.

Fernando Gallardo |

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