Dos motores esenciales caracterizan a la Tercera Revolución Industrial, la llamada «revolución de la inteligencia», en las que confluyen una nueva tecnología de comunicación a través de Internet y unas energías renovables que buscan una alternativa a la decadente explotación de los combustibles fósiles.
Uno de estos propulsores es la impresión digital de bienes tangibles, que se ha iniciado con la producción de pequeños objetos de uso doméstico, como la vajilla o las luminarias, y se continúan en fase experimental con la fabricación de automóviles o la «impresión» de edificios enteros. Este formidable avance tecnológico nos está permitiendo construirlo todo, o casi todo, con un coste marginal tendente a cero. La producción digital igualará en el futuro lo tangible y lo intangible. Como en la música, el cine y el libro, todo lo que sea digitalizable será autocopiable y, por tanto, de valor tendente a cero.
No hace mucho, tras una conferencia sobre el futuro del turismo que pronuncié en la Universidad de Ciencias Aplicadas (UPC), en Lima, un estudiante de administración hotelera me preguntó si un hotel construido enteramente a partir de bits podría llegar a costarle al promotor cero soles y le tuve que responder que sí. Por supuesto habría que considerar en este enunciado el coste de las materias primas, pero también debe suponerse que el coste marginal de extracción, procesamiento y adecuación de dichas materias primas tenderían igualmente a cero. Incluso en un ejercicio de futurismo más lejano podríamos elucubrar sobre el coste cero de crear materias primas de la nada. Si las materias primas son elementos químicos compuestos de moléculas y éstas de átomos que a su vez se componen de electrones y demás partículas fundamentales, ¿por qué no jugar con la tecnología a ser pequeños dioses capaces de ensamblar átomos y crear de la energía materia?
Bien, lo que nos importa ahora es pensar que el coste marginal de la hotelería tenderá a cero y que los hoteles en el futuro tal vez no sean hoteles, como ya lo expresé en un artículo anterior, sino una fábrica de experiencias cuyo territorio no esté circunscrito a un edificio, una parcela o formato de gestión, sino dispersos en módulos experienciales allá donde pueda ocurrir una experiencia emocional. Da igual que se trate de una pensión, un hostal, un camping, un apartamento turístico reglamentario o una vivienda privada de alquiler ocasional. Un hotel será aquello por lo que una persona esté dispuesta a pagar. Si el edificio, el mueble, la cama o el agua es gratis, ya me dirás tú, querido lector, en virtud de qué concepto se habrá de pagar. ¿La procura de una emoción? ¿Una liturgia de servicio específica? ¿La propia experiencia?
El otro propulsor de esta revolución industrial es el Internet de las Cosas o el Internet del Todo. Un sistema de gestión de millones y millones de sensores que hará más inteligente nuestra existencia, más eficientes nuestras infraestructuras, más productivas nuestras tareas. No sé si más felices, pero sin duda más proclives a engendrar nuestra propia felicidad. Y el turismo, como industria de la felicidad, no escapará a este sistema de monitorización y gestión inteligente de artilugios y personas.
Los primeros pasos ya se están dando en la proliferación de dispositivos ponibles observada en estos últimos meses. Apple anunció su nuevo iWatch para 2015. Establecimientos hoteleros de renombre facilitan unas Google Glasses a sus huéspedes. La app Health (Salud) ha sido diseñada para recibir la información proveniente de múltiples sensores, algunos microscópicos, capaces de mantenernos informados sobre nuestras constantes vitales y predecir mediante analítica Big Data la evolución de nuestra salud personal y colectiva. ¿Cómo no imaginar una industria turística hiperconectada y capaz de gestionar esas emociones que representarán más adelante su único valor explotable?
El obstáculo principal a salvar es la diversidad de protocolos que hacen hoy incompatible la conexión entre sistemas de sensores, como recientemente sucedió en el frustrado traslado del expediente clínico de un paciente entre dos hospitales concurrentes en Nueva York. La solución al problema estriba en la organización de consorcios empresariales capaces de establecer un marco tecnológico común para conectarse de forma inalámbrica y gestionar el flujo de información entre ordenadores y dispositivos, independientemente de cuál sea el sistema operativo o el proveedor del servicio. Si ya existen la Alianza AllSeen, el IIC y el recién creado OIC de Intel, Samsung, Dell y otros, nada impedirá que la dinámica de consorcios contagie a todas las empresas y a todos los sectores productivos en lograr efectivamente un Internet del Todo.
Estos nuevos motores industriales están delineando el próximo gran paso de la Humanidad, que es la sociedad digital y globalizada. Una nueva economía surge de ella como superación de los problemas que plantea la escasez de recursos, clásico enunciado en el capitalismo industrial de Adam Smith, y propuesta de otro problema no menor como será el gestionar la abundancia de recursos, enunciado novedoso de la economía colaborativa desde la visión tecnológica de Jeremy Rifkin.
En esta nueva economía —lo vengo advirtiendo en todos mis seminarios #hotel2020—, las empresas y las personas no competirán por ser mejores, sino por ser diferentes. Eliminado el riesgo de verse aplastadas por sus rivales, tanto empresas como personas están llamadas a colaborar para profundizar en la satisfacción de nuevas necesidades a través de la innovación.
Esta nueva economía colaborativa de la que muchos todavía rehúyen se caracteriza por una triada de propulsores que conviene siempre recordar:
innovación + diferenciación + colaboración
Fernando Gallardo |