De la hospitalidad al agalma

coco

«En el futuro, el hombre será capaz de librarse de todo cuanto ha venido significando una carga para la sociedad», escribía en Ornamento y Delito el arquitecto austriaco Adolf Loos (1870-1933), reseñado en nuestro blog muchas veces. «El ornato significa fuerza de trabajo desperdiciada y material profanado. Si todos los objetos pudieran durar tanto desde el ángulo estético como desde el físico, el consumidor podría pagar un precio que posibilitara que el trabajador ganara más dinero y tuviera que trabajar menos».

Seguramente Loos aguzaría su crítica a la falsedad de la pompa decorativa si viviera en esta época donde la industria hotelera ha adquirido tantas credenciales en muchas de sus instalaciones, como si el hecho hospitalario tuviera que ser necesariamente impostado. Una impostura barroca. Nuestro amigo austriaco aconsejaría una liturgia contraria a la practicada en la mayoría de los establecimientos turísticos,  despojando a los hoteles de todo aquello que no cumple función alguna. Incluso obligaría a explorar la esencia misma de su uso como un ejercicio inherente a la práctica de la hospitalidad, que explica la verdadera belleza humana. Lo añadido, por superfluo, no sólo encarece la hospitalidad, sino que oculta su razón de ser.

Como poco antes habían expresado Hermann Muthesius (1861-1927) y Peter Behrens (1868-1940), lo accesorio es prescindible. La ornamentación es superflua. El propio Geoffrey Scott (1884-1929), historiador de la arquitectura, consideraba que la decoración rimbombante carece de importancia si el control básico de la forma es suficientemente seguro. El ornamento realizado por arquitectos y artistas contemporáneos debe su éxito a la falta de imaginación de aquellos arquitectos —y hoteleros— carentes de modernidad, que viven y poseen los gustos del pasado, que manifiestan un retraso cultural y, de paso, retrasan la evolución cultural de la humanidad. El ornamento es, en su relación con la universalidad, algo pasajero, algo que pierde su valor al cabo de los años.

Veamos cómo inicia Adolf Loos su diatriba en contra de las artes decorativas:

El embrión humano, en el seno materno, pasa por todas las fases de desarollo del reino animal. -Cuando nace un ser humano-, sus sensaciones son iguales a las de un perro recién nacido: Durante su infancia se producen diversos cambios que se corresponden con las transformaciones ocurridas en la historia de la humanidad: a los dos años lo ve todo como un papúa; a los cuatro, como un germano; a los seis, como Sócrates y; a los ocho, como Voltaire. Cuando tiene ocho años percibe el violeta, color que fue descubierto en el siglo XVIII, pues antes el violeta era azul y el púrpura, rojo. El fisico señala hoy en día que hay otros colores en el espectro solar, que ya tienen nombre, pero comprenderlo se reserva al hombre del futuro.

Adolf Loos. Ornamento y Delito, 1908

Como culminación de este opúsculo, nada más apropiado para la hostelería que referirse a un texto recientemente publicado en Facebook por el arquitecto, dibujante y cocinero Arturo Pardos Batiste, auto proclamado Duque de Gastronia, que tengo por uno de los personajes más lúcidos en la relativización de las artes y las conductas humanas, la de la hospitalidad incluida. El gastrónico aristócrata, propietario junto a su esposa Stéphane Guerin del mítico restaurante madrileño La Gastroteca de Stéphane y Arturo, hoy cerrado, reflexiona con estas insuperables palabras sobre la decoración de muchos de los platos que hoy se sirven en las mesas de los restaurantes de cierto porte:

«Ne quid nimis»: a pesar de tan sensato «Nada en demasía» del poeta cómico latino Publio Terencio, se siguen embobando las gentes ante los platos recargados y bonitos. Erigida en rectora estética de platos, cocinas, imágenes y discursos, la frivolidad se ha hecho carne y espuma en adornos estridentes, reproducidos y aclamados hasta el hastío, que las gentes SIC (sensibles, inteligentes y cultas) rechazamos como severos e irritantes agravios. La estulticia formal se ha enseñoreado de las comidas, tanto palaciegas como montaraces. «Picturae sunt libri laicorum», sentenció San Alberto Magno. Si las ‘pinturas’ eran los ‘libros’ de los laicos analfabetos en la Edad Media, el perejilito, la ramita de eneldo, el goteo y la chafarrina o el trenzadito de cebollino son hoy otras tantas pinturas que cumplen la misión de hacer legibles y comprensibles los platos para los ‘analfabetos visuales’, colmando aquellos de estampitas o santos. ‘Ornamento’ y ‘adorno’ se dicen en griego agalma, eso mismo que dispone el chef analfabeto visual, formal y conceptual en el plato: el limoncito recortado en el centro de la paella es agalma; lo que deposita en silencio y con unción, plegada la cerviz, y tomado con pinzas sobre una pinza de cangrejo, es agalma; la caspa de azúcar glace sobre el borde del plato, agalma; la salsa eyaculada es agalma; en la frase: «¡Este vino está muy rico!», ‘rico’ es agalma; el ‘ita’ del diminutivo «¿Una merlucita de segundo?», es agalma. Como podría haber dicho el psicoanalista francés Jacques Lacan (1901–1981), el chef, mediante el agalma, pretende hacer entrar al comensal en «el gran enigma del amor de transferencia», quedando así la víctima obnubilada por el ‘plato con firma’ que es el «objeto de su deseo», considerando ese plato maravilloso como cosa sublime y única de la que es merecedor absoluto. El adorno es el desencadenador del deseo del comensal, aunque este lo ignore, es decir, que el agalma no está en el plato para colmar el deseo con su presencia o frustrarlo con su ausencia, sino que está para suscitar el deseo de lo supuestamente Bueno, lo Bello y lo Verdadero, de lo que se está ocupando ante él y para él, en exclusiva, el geniecillo culinario de turno. El objeto del deseo no es sino un sustituto incompleto e ilusorio del gran objeto perdido: ¿el Cocido de la Madre, la Paella del Padre?, del cual solo queda la evanescente aureola mítica. Para los antiguos, el agalma era la cosa con la cual se podía atrapar la mirada de los dioses; hoy, es un ardid más para embaucar a los funcionarios del olimpo gastronómico (expertos, comentaristas, críticos, guías, blogueros…).

Arturo Pardos. Dios no fuma, 2012 

La ofuscación del agalma conduce al delito, podría habernos sugerido Pardos Batiste como buen lector de Loos que será. En su artículo «La notion mythique de la valeur en Grèce» (Journal de Psychologie, oct.-dic. de 1948), Louis Gernet (1882-1962) cita al niño socrático de seis años para explicar el infantilismo de quien utiliza objetos preciosos y brillantes en su proceso de transformación vital. Objetos mágicos benéficos o maléficos, adornos que explican el origen de la voz agalma, «agallein», la honra; «agaomai», la admiración; «aglaé», «lo brillante». En pura lógica mercantilista, el objeto precioso representa el valor de todo intercambio, el origen de la moneda que escapa a la racionalidad de los intercambios y las transmisiones calculables. La metáfora del amor (¿o el deseo?) en el acto de transferencia que analiza Lacan cuando comenta el Banquete de Platón, en el que un Alcibíades ebrio confiesa su amor por Sócrates. Pero el filósofo, el eromenós (aquel que es amado), rehúsa acceder al requerimiento del joven Alcibíades, el erastés (el que ama), desviando la atención hacia el poeta homenajeado en el banquete, Agatón, a quien concede la propiedad del agalma (el objeto del deseo). Así, el objeto amoroso deviene el sujeto que ama, principio de la transferencia comentado por Lacan.

Paremia: del ornamento al delito existe un trecho tan estrecho como el de la hospitalidad al agalma.

Fernando Gallardo |

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