Hace miles de años, una ardilla podía atravesar la península Ibérica sin tocar suelo. Iberia era una fronda espesa que exigió a este simpático animal a tocar suelo porque la agricultura requería la tala de una buena parte del bosque original. Hoy ocurre lo mismo con la cuenca del Amazonas, como denuncia la organización ecologista Mighty en su investigación vía satélite de 28 plantaciones de soja en un territorio equivalente a la décima parte de Madrid en la raya fronteriza entre Brasil y Bolivia.
La pérdida de cobertura forestal es una tendencia creciente e imparable en nuestro planeta, cuya población se duplicará hasta los 15.000 millones de habitantes en las próximas tres décadas. Solo en los 25 últimos años, los bosques del mundo han sufrido una merma del 3 por ciento (unos 130 millones de hectáreas) y es previsible que se registren otras alteraciones en los ecosistemas de similar o peor medida en los próximos 25 años. Si nadie lo remedia, perderemos otras 100 millones de hectáreas a un ritmo de tres millones largos de hectáreas cada año. La FAO achaca a los usos agrícolas y ganaderos la responsabilidad principal de esta deforestación.
El desgaste de la superficie terrestre no solamente repercute en una menor oxigenación para la vida animal, sino también para la biodiversidad de los recursos turísticos. Turismo y alimentación no siempre se llevan bien, como parece deducirse de la mayoría de intervenciones protagonizadas por expertos en el III Foro Mundial de Turismo Gastronómico, organizado por la UNWTO (Organización Mundial del Turismo) a principios de mayo en San Sebastián (España). A veces pueden llevarse mal, muy mal.
En este mundo cada día más global y digital, la agricultura, la ganadería y la pesca representan —debemos decirlo así— una tecnología asaz primitiva, ineficiente y devastadora de suelo para la producción de alimentos. Su desarrollo requiere un elevado consumo de superficie terrestre y unas herramientas mecánicas basadas en gran parte en la combustión de elementos fósiles extraídos del subsuelo. Igualmente, la ganadería produce una elevada contaminación del aire mediante la liberación de monóxido de carbono debida a las funciones disgestivas de los productores bóvidos. La pesca es todavía, en muchos países, una industria extractiva, lo que amenaza la supervivencia de ciertas especies especialmente apreciadas en las cadenas de alimentación más extendidas y de menor coste.
La tecnología cobra hoy un rol protagonista en la mitigación de estos problemas medioambientales volviendo más eficientes los procesos productivos, gracias a los artefactos diseñados con características más avanzadas y también gracias a la sustitución de obsoletas industrias de alto poder contaminante por otras basadas en aplicaciones digitales más limpias. Fabricar un automóvil es hoy 100 veces menos agresivo con nuestro entorno de lo que fue en décadas pasadas. Vestir una camisa o unos zapatos contribuye a mantener en mejor equilibrio, no solamente el medio ambiente, sino las condiciones de vida de la población mundial. Unos 500 millones de trabajadores deben hoy su supervivencia al sector textil, sin pasar las calamidades alimenticias que sufrieron sus padres y abuelos a lo largo del siglo XX. El trabajo infantil en numerosos países del tercer mundo ha evitado que millones de niños murieran de inanición, pese a las críticas que estos empleos reciben desde el primer mundo, donde todavía la herencia religiosa impone sus tics más ominosos (antes muertos que sencillos).
Sin embargo, la tecnología no es capaz todavía de subvertir el modelo de producción agrícola, ganadero y pesquero tradicional, más allá de la experimentación con transgénicos. Y ello sin considerar la fuerte campaña internacional en su contra, que han replicado muchos países emergentes y un centenar de premios Nobel por inducción al genocidio por parte de la organización Greenpeace.
El futuro de la Humanidad requiere doblar los esfuerzos actuales en investigaciones científicas tendentes a sustituir la práctica ancestral de la agricultura, la ganadería y la pesca por otro modo de producción más eficiente, masivo, salutífero e inocuo para el medio ambiente. La impresión digital en 3D de alimentos constituye, sin duda, un primer paso. Pero se necesitan otras tecnologías aún más avanzadas tendentes a solucionar definitivamente el hambre en el mundo y la reducción sistemática de los cultivos en favor de un paisaje más oxigenante y sostenible. También para el consumo turístico.
Habrá quienes consideren un dislate esta propuesta tecnológica, influidos quizá por el error de entender la agricultura y la ganadería como fuentes únicas y tradicionales de la alimentación humana. Habrá quienes se pronuncien en contra de la tecnología alimentaria en favor de la producción natural más o menos artesana, más o menos industrializada. A los primeros habrá que recordarles que en los inicios de la existencia humana, la agricultura y la ganadería fueron actividades desconocidas durante cientos de miles de años. Los humanos preneolíticos eran recolectores y cazadores, sin conocimiento de ningún tipo acerca de sembrar la tierra ni domesticar animales. A los segundos habrá que sacarles de su ensimismamiento idealista y explicarles que la agricultura es, quizá, la menos natural de las actividades humanas por cuanto que su evolución hasta nuestros días ha requerido de múltiples manipulaciones genéticas y transformaciones ambientales que harían irreconocibles una mazorca de maíz, un limón y no digamos un tomate. Nuestros ancestros escogieron ciertas plantas silvestres para modificar sus genes mediantes cruzas selectivas, de modo que llegaran a las cazuelas en las condiciones óptimas para generar calorías y dotar sus cuerpos de los minerales y vitaminas necesarios para la supervivencia. Al mismo tiempor, modificaron el fenotipo de dichas plantas con nuevos hábitos de crecimiento, pérdida de la dispersión de sus semilla, una maduración sincrónica, la resistencia selectiva a plagas y enfermedades, una reducción significativa de la cantidad de toxinas y una mayor productividad mediante el engrandecimiento de los frutos o la supresión de sus semillas, como ha ocurrido en el caso del plátano.
El primer paso en la introducción de nuevos modos de producción alimentaria consiste en ampliar la gama de genes en los que se interviene. A este fin, la secuenciación del genoma de arabidopsis y del arroz está logrando transformaciones radicales en la biología de las plantas que permitirá unos resultados más extensos en los años venideros. Es posible afirmar que la tecnología agrícola erradicará el hambre durante la década venidera. Junto a la genética es preciso igualmente introducir cambios en el fenotipo de las plantas, esto es, modificaciones morfológicas, fisiológicas, conductivas y, por supuesto, espaciales.
El desarrollo de la agricultura vertical en las ciudades y en el campo permitirá ahorrar mucho espacio para la producción de alimentos, con el consiguiente beneficio para la reforestación de nuestro hábitat. Su cuidado estará a cargo de robots encargados de programar los cultivos y mantenerlos en condiciones sanitarias óptimas hasta su recogida por parte de robots logísticos encargados de su distribución. Al mismo tiempo, la tecnología genética hoy todavía experimental de crianza animal sin su sacrificio permitirá abastecer de proteínas a los hogares mediante cortes selectivos de miembros desarrollados artificialmente (como los hombres del Neolítico comenzaron a practicar transformando al uro en el actual bóvido).
El siguiente paso será, en pura lógica, desarrollar una tecnología que permita la producción de alimentos sin necesidad de ningún proceso agrícola o ganadero, mediante la reproducción asistida de los oligoelementos necesarios para la supervivencia. Esto ya en un futuro más lejano.
No hay que tenerle miedo a los cambios. En apenas un siglo, la Humanidad ha pasado de trabajar durante 400 horas anuales para alimentar a una persona a necesitar solo dos horas de trabajo. Si el hecho de alimentarse suponía los dos tercios del presupuesto familiar, ahora apenas necesitamos el 20 por ciento, la quinta parte, de lo que tenemos por término medio. La tecnología ha rectificado a Thomas Malthus, que nos previno de la sobrepoblación del planeta afirmando que la agricultura crecía aritméticamente, mientras la población humana lo hacía geométricamente. En dos siglos, la tecnología ha invertido los términos. Hoy, la Humanidad crece aritméticamente, mientras la agricultura lo hace exponencialmente.
Desde la óptica turística, estas nuevas tecnologías y modos de producción no solamente oxigenarán más nuestro planeta, volverán más bellos nuestros paisajes con sus florestas rezumantes de verde y compensarán la huella de carbono adherida a los viajes y consumos turísticos (actualmente en experimentación con la Green School y el hotel Bambu Indah, en Bali), sino también convertirá en reclamos turísticos los cultivos verticales que empiezan a proliferar en ciertos lugares. Nada extraño si tenemos en cuenta que uno de los destinos turísticos con más éxito en Europa es la fábrica de aviones comerciales Airbus.
Siempre nos quedará París, por supuesto. En la agricultura, también. No hay por qué renunciar a un hermoso chuletón de buey, ni a una ensalada de tomate raf, ni a un marmitako vasco o un rodaballo como se cocinan en el restaurante Elkano, de Getaria. Como tampoco debemos perder la pasión por la cocina casera, ni festejar un yantar compatido con la familia o los amigos en torno a la mesa. Ni mucho menos dar por extinguida esa especialidad del turismo que es el enoturismo o el turismo gastronómico. A pesar de los avances en el sector transporte, nadie ha perdido el placer de navegar a vela, circular en bicicleta o hacer senderismo de montaña. Pero a nadie se le ocurriría hoy embarcarse en un velero hacia América para cerrar un acuerdo de negocio y regresar al día siguiente. Una cosa es la nutrición y otra distinta, pero no necesariamente inseparable, el placer de la buena mesa.
Ambas actividades constituyen, cada una a su manera, un recurso turístico de mucho futuro.
Fernando Gallardo |