Sí. Lo reconozco. Las chicas del cable tienen glamour. Era una exigencia de la Compañía de Telefonía ser soltera, no utilizar gafas, tener voz dulce, brazos largos y, sobre todo, buena presencia. Sus interlocutores fantaseaban con ellas, pese a no verles el rostro ni sentir su pulso a través del auricular telefónico. Al fin y al cabo, de estas chicas solo podían esperar una conmutación del bucle de abonados desde la centralita analógica que operaban.
Organizadas por turnos, las telefonistas que desempeñaban este oficio considerado de alta tecnología entre 1920 y 1970 tenían por único cometido poner en contacto a personas en cualquier momento del día y todos los días del año, incluidos los festivos. Con una disciplina casi militar, al iniciar su jornada de trabajo se enjaezaban su uniforme azul e iban entrando en la sala de operaciones al ritmo impuesto por una secuencia escalonada de timbres programada para hacer más eficiente su labor. Una vigilanta al frente se encargaba de controlar la sustitución de una operadora por otra según los turnos establecidos. Cuando sentían necesidad de ir al servicio, la vigilanta recurría a la plantilla auxiliar porque el conmutador de llamadas no podía quedarse solo.
En horas nocturnas, la actividad en la central telefónica se relajaba. Era el momento idóneos para las llamadas a la familia, para coquetear con el novio e, incluso, para sostener largas peroratas con los redactores de guardia en los periódicos de la localidad. En España, un estado confesional por aquellos años, se convocaba a rezar en rosario al amanecer, poco antes de que las fábricas iniciaran la jornada con nuevas llamadas telefónicas. «Señorita, por favor, ¿me puede poner con Albalate de Zorita?», recuerdo haber iniciado así más de una conversación en mis años juveniles, desde Madrid. «¿Qué número quiere usted de Albalate», solía responderme la chica del cable. Entonces se escuchaba un clic limpio que yo percibía como la conexión de un extremo del cable a la clavija del panel que la operadora tenía delante, junto a un testigo luminoso que le informaba de que en ese momento la línea telefónica de mi interlocutor estaba libre. Mientras conversabámos, la chica manejaban una llave que le permitía escuchar todo lo que decíamos. No como un cotilleo instintivo, sino porque había que asegurarse de que la comunicación no se cortaba involuntariamente.
El trabajo en el interior de la sala de conmutación era frenético, bullicioso y de un aire a veces irrespirable. No se había inventado todavía el aire acondicionado. Contra los desmayos, el servicio permitía dos interrupciones de emergencia, que se aprovechaban para ir al baño, y media hora de descanso para el bocadillo. Muchas de aquellas chicas del cable acrisolaban su amistad compartiendo su piso de solteras o divirtiéndose en grupo durante la jornada de descanso semanal.
Como recuerda la Colección Histórico-Tecnológica de la Fundación Arte y Tecnología de Telefónica (Editorial Siruela, Madrid 1994), apenas 300 centrales telefónicas existía en la España de los primeros años 20, frente a las más de 10.000 que hubo en 1969, el año del Festival de Woodstock. Hey Joe, I heard you shot your lady down… Y, entre aullidos y lamentos desgañitados por la guitarra de Jimi Hendrix, sucedió lo inevitable. Huh, hey Joe, I heard you shot your mamma down… Un robot con apariencia de pedal wah-wah y sonido de phaser estereofónico tomó posesión de la central telefónica y apartó definitivamente a aquella glamurosa chica del cable que animaba mis noches de soliloquios juveniles. Un nuevo teminal con numeración discada enlazaba directamente la conversación entre Madrid y Albalate de Zorita. La voz gentil de aquellas telefonistas dejó de escucharse en España. El 19 de diciembre de 1988, en Polopos, Alpujarra Baja de Granada, el ministro de Transportes, Turismo y Comunicaciones, José Barrionuevo, y el entonces presidente de Telefónica, Luis Solana, se reunieron en casa de Magdalena Martín, para celebrar la última conexión analógica de la historia. Con la ayuda de la telefonista ambos sostuvieron una nostálgica conversación con el presidente del Gobierno Felipe González. Minutos después, Martín se quedó en paro.
Es cierto que hoy, casi 30 años después, recuerdo a esas chicas del cable con una sensación de nostalgia que ni siquiera es capaz de ahuyentar la popular serie de Netflix.
¿Nos obcecamos entonces con tirar el móvil a la basura para rescatar aquel viejo terminal fijo generador de carísimas «conferencias»? Porque un argumento similar nos serviría para validar la función laboral de un recepcionista de hotel en una época como la presente en que se vislumbra la pronta automatización de ese puente humano que ha servido para conectar una voz (la del hotel) con otra (la del huésped). Mucho hemos leído y escrito sobre ello, pero aún seguimos escuchando los mismos resentimientos y las mismas aversiones humanoides que a algunos les produce la aceleración tecnológica de la robótica y la inteligencia artificial en estos últimos tiempos.
«Me cuesta imaginar un hotel sin una cara amable que te celebre la bienvenida o te desee buen viaje.» Quienes comparten esta idea no se han preguntado todavía la ausencia de una voz amable, soltera, de largos brazos y con buena presencia al otro lado del hilo cuando entabla una conversación telefónica. Sí, la imagen intermediaria de una telefonista cada vez que su dispositivo móvil activa el Whatsapp o el FaceTime.
«Sin la presencia de trabajadores humanos, un hotel no tiene vida.» Lo que nos llevaría a considerar nuestros dispositivos móviles como instrumentos de la muerte. Porque si lo que define un hotel es la presencia humana detrás de un mostrador de recepción, tendríamos que reflexionar sobre si el crecimiento exponencial de los alquileres turísticos no nos está avisando quizá de que la demanda viajera prefiere evitar el control del recepcionista mediante una apertura de puerta automática.
«¿Qué sucedería entonces con las peticiones especiales de los clientes?» La respuesta estaría clara por parte de cualquier gerente avezado. La maquinaria funcional de cada establecimiento hotelero debe estar programada con atribuciones especializadas en cada campo de la atención. Por ejemplo, si el huésped deseo una almohada cuadrada, el departamento indicado para solventar esta demanda no es el de recepción, sino el de habitaciones (a menos que el cliente prefiera dormir sobre el mostrador de recepción). Si el recepcionista actúa en este caso de intermediario es porque el hotel está mal organizado o sufre una insuficiencia tecnológica en la canalización directa de las órdenes que la automatización resolverá.
«¿Cómo resolver una discordancia en la atribución de habitaciones o cambiar a un huésped de dormitorio porque el escogido no resulta de su conveniencia?» Aquí el problema es más fácil de solucionar. En el futuro, cuando la tecnología y su uso cultural se hayan afianzado en la sociedad, será impropio de un hotelero o de un viajero bien informados alegar desconocimiento en la selección de la habitación. Como ya hemos señalado alguna vez, la elección del usuario se decanta cada vez menos por tal o cual hotel y más por tal o cual dormitorios, tal o cual experiencia. Es justo lo que Airbnb y otras plataformas tecnológicas están explicando hoy a la industria hitelera. No solamente es preciso un mayor conocimiento del producto a consumir, sino un mejor conocimiento del consumidor. Y, aunque no nos queremos repetir, afirmamos que la próxima década en la industria turística será la década del conocimiento del cliente.
«La despersonalización resta valor al hotel.» No sé por qué, esta aseveración siempre se interpreta al revés. El valor de la personalidad en la experiencia hotelera pivota en torno al huésped, no en torno al servicio. Quien es persona y requiere productos personalizados es quien paga por ello, no necesariamente quien cobra. Cuando compro un producto equis a través de Amazon (y confieso que lo hago muy a menudo) no deseo un embalaje cálido, ni un transportista metrosexual, ni un dron con la silueta de Jennifer Aniston en las hélices. Deseo que el producto adquirido se ajuste a lo que busco y, para mayor nota, a lo que soy.
«Si alguien está dispuesto a pagarlo, ¿por qué no irían los recepcionistas a conservar su puesto de trabajo?» Éste es otro de los lugares comunes del luddismo robótico. En principio, la sentencia parece lógica. Mientras se pueda pagar, hágase. Pero ni siquiera la industria del lujo escapa a la lógica de la escala. Los millonarios podría pagar muy bien a sus telefonistas privadas que, sin embargo, han acabado desapareciendo de las compañías tecnológicas. Precisamente porque son las personas acaudaladas las que antes comprenden y cooperan por saltarse procesos inútiles, deficiencias tecnológicas e intermediarios relictuales. Contra lo que muchos creen, los magnates no necesitan muchas personas de servicio, sino abundancia de servicios y exclusividad en su experiencia con ellos. Ellos fueron los primeros que utilizaron las centralitas telefónicas automáticas en los hoteles.
En fin, la lista de expresiones a favor del recepcionista de hotel es tan larga como las descalificaciones a quienes pensamos que su futuro será el mismo que el de las chicas del cable. Los hijos de aquellas telefonistas tuvieron, empero, la oportunidad de estudiar y trabajar como ingenieros de telecomunicaciones o programadores informáticos. Ahora es el momento para que los recepcionistas más jóvenes o los hijos de aquellos que afrontarán pronto su jubilación, voluntaria o no, salgan al encuentro de nuevas oportunidades en la industria hotelera.
El turismo, como hemos sostenido otras veces, se sostiene en dos principios elementales: entropía y empatía. Hacia ellos debería ir dirigida su búsqueda. Entropía porque el trabajo de atención que realizan los recepcionistas es lento, muchas veces ineficiente y una generalidad de veces rutinario. La inteligencia artificial ya empieza a trabajar mejor que la humana en las funciones tramitacionales y pronto lo hará en otras que requieren más destreza. Empatía porque la carga humana en las relaciones con los huéspedes depende de cuánto sea capaz el recepcionista de meterse en la piel de éstos, y por ahora esta cualidad escasea en virtud del desconocimiento que tiene el uno sobre el otro, cuando no de la falta de confianza entre el uno y el otro. La inteligencia artificial ya conoce a los huéspedes mejor que sus anfitriones al otro lado del mostrador.
¿Cómo la inteligencia natural podría aprovecharse de los poderes hospitalarios que ofrecerá la inteligencia artificial? Ésta es la tarea exploratoria que deben afrontar ya los recepcionistas con plazo de caducidad y las escuelas encargadas de la formación de los nuevos profesionales del turismo.
Fernando Gallardo |