En el seno de la patronal hotelera española CEHAT (Confederación Española de Hoteles y Apartamentos Turísticos), el presidente y el secretario general llevan un tiempo jugando al policía bueno y al policía malo. Ramón Estalella, el secretario general —a quien tengo por un profesional sensato y dialogante— ha terminado aceptando la economía colaborativa de las viviendas particulares como una modalidad que refuerza el alojamiento turístico, por lo que a su entender la Unión Europea debería entrar de lleno en el debate y regularla. En algunas de mis discusiones con él, Estalella admite que la única regulación turística posible es aquella referente a la calidad de los alojamientos colaborativos, pues el resto de reglamentos, como la sanidad, la seguridad y el código técnico de arquitectura, no le competen a la Administración turística. Los parámetros de calidad en una vivienda no deben ser estipulados por sus moradores, ni por los huéspedes, sino por los inspectores de turismo. Su postura, avalada por un sector aún minoritario de la hotelería española, es la del policía bueno.
La dramaturgia del policía malo la ejerce Joan Molas, el presidente, avalado por el sector mayoritario de esta institución. Su postura coincide bastante con la de aquellos que piensan que regular la economía colaborativa es prohibirla, pues a su entender esta mal llamada modalidad colaborativa del turismo encubre una bien llamada economía sumergida. Molas no ha presentado hasta ahora ninguna prueba documental de elusión fiscal por parte de los propietarios de viviendas privadas, pero no tiene miedo a divulgar esta acusación indocumentada. Además, Molas considera que el alquiler de una vivienda es competencia desleal para el hotel, pues no está sujeto a las mismas normas ni al mismo régimen fiscal. Pero se hace el sordo cuando una parte del sector del comercio le acusa a él también de competencia desleal, puesto que la hotelería no paga el 11% diferencial de los impuestos que sí están obligados a pagar los comerciantes.
Ambos directivos han destapado hace unos días el frasco de las esencias normativas cuando han acusado a la Administración española de someter al sector hotelero a una hiperregulación lesiva de 240 leyes y permisos que no han de cumplir, hoy por hoy, las viviendas de alquiler. Olvidan que este fiebre reguladora no es ninguna novedad en el panorama turístico español, pues llevan décadas en vigor sin que ellos, los verdaderos responsables turísticos del país, se hubieran pronunciado en contra de una sola de estas normas. Soslayan también estos directivos que a los políticos autores de esta hiperregulación no les ha caído el espíritu santo del cielo para inspirarles, sino el propio sector hotelero indefenso a la hora promocionarse en el exterior e incapaz de hacerse fuerte en el campo de la distribución. Necesitaba el sector, al parecer, la subvención continuada de sus establecimientos a través de los sucesivos planes de promoción instrumentados por cada director general de Turismo que llegaba a instalarse en el cargo. Igualmente necesitaba serializar los hoteles, en lugar de diferenciarlos competitivamente, a fin de estandarizar la oferta para volverla así más inteligible a los grandes turoperadores de la era analógica.
El sector hotelero ha esperado el advenimiento de la economía colaborativa para comprender que muchas de estas 240 normas, si no la totalidad de ellas, son absurdas para el raciocinio humano, redundantes en el ordenamiento jurídico, dañinas para las empresas turísticas —entre 30 y 40 euros por hotel, según Exceltur—, discriminatorias en su protección de las instalaciones frente a la creatividad del servicio y contrarias a la libertad de emprendimiento consagrada por la Unión Europea.
Es inculto y hasta delictivo abatir una escalera medieval para instalar en su caja el preceptivo ascensor de los hoteles de cierta categoría, como ha sucedido en más de un edificio histórico en España. No es cuerda la obligación de instalar una escalera de incendios externa cuando, al mismo tiempo, las fachadas protegidas lo impiden. O que se imponga el reciclaje de basuras en aquellos municipios que carecen de una recogida selectiva de desechos. De circo es que los hoteles urbanos hayan de disponer de un cuarto frío de basuras cuando el municipio asegura su recogida diaria. Y, al contrario, que un establecimiento rural o periurbano no pueda tener un aljibe porque esté obligado a utilizar la red de canalización de agua municipal… ¡inexistente!
Es ridículo que la hotelería actual de calidad deba ofrecer en sus habitaciones un televisor apagado, pues es potestativo para el huésped encenderlo o no. Tendría más sentido obligar a tener los televisores siempre encendidos porque sus rayos vuelven más lúcida a la gente o cosas por el estilo. Son también ridículas todas las normas referentes a las dimensiones de las instalaciones, como si la clientela no pudiera reclamar la libertad de dormir en el suelo o colgada de una lámpara, como si los techos de menos de 2,40 m fueran inhabitables o el tercermundismo le rebajara a uno a la condición de animal, como si en una habitación de 200 metros cuadrados no pudiesen dormir los seis miembros de una familia. Y qué decir de la inefable placa azul con la H, que ningún establecimiento puede pintar de rojo y calcarle una Z porque al propietario le encantan las películas del zorro.
¿Acaso es hoy más demandado un terminal telefónico que el acceso a una wifi de banda ancha incluida en el precio de la factura? ¿Acaso cobra mayor importancia para el viajero el precio máximo de los servicios expuesto en la recepción del hotel que en su formato digital a la hora de contratarlos? ¿Realmente otorga más categoría en Asturias una habitación de 17 metros cuadrados con aire acondicionado que una habitación de 100 metros cuadrados sin aire acondicionado? ¿Le ha preguntado el legislador a la comunidad de usuarios cómo desea normalizar sus consumos turísticos?
Es fácil la respuesta. Los sistemas de clasificación hotelera fueron impuestos por las asociaciones gremiales por ese requerimiento de manada con que la industria turística creció en sus albores. El marketing del turismo se hizo después más refinado y creó un seudónimo más culto para el aborregamiento de los viajeros: los segmentos de mercado. La inmensa mayoría de quienes viajaban lo hacían satisfechos con esta premisa adocenada por sus indiscutibles bajos costes y la seguridad que el consumo en grupo otorgaba a cada individuo inexperto aún en sus salidas al exterior.
Pero el mundo ha cambiado y las nuevas generaciones, más que las anteriores, son individualistas y no le temen al viaje en solitario. Son exigentes, están más informados y prefieren vivir experiencias antes que consumir viajes paquetizados. La escolástica turística normalizó la industria hotelera mediante el entendimiento de que la calidad no es otra cosa que la capacidad de un producto o servicio de satisfacer las necesidades de sus consumidores. Y resulta que la necesidad de un millennial ya no es entrar donde ve una placa azul en la puerta, sino donde no la hay. No es someterse a la expendeduría de un mostrador de recepción, sino ser recibido por quien practica el arte de la hospitalidad antes que la manufactura de la norma. No vivir protegido por la Oficina del Consumidor, sino por la comunidad de usuarios congregada en la plataforma de su gusto. Soñar con un mundo de personas y no de segmentos de mercado.
Deberían hacer acto de contrición el policía bueno y el policía malo antes que ejecutar su harakiri institucional. Y leerse el catecismo de las nuevas generaciones, menos riguroso en sus normas y más plástico en sus experiencias. Molas y Estalella, Estalella y Molas, están invitados a construir un nuevo paraíso turístico desrregulado, inteligente, personal, colaborativo e inclusivo, sin constricciones a la oferta ni a la demanda. A la postre, tendrían a una generación entera y parte de los que nos sentimos millennials celebrándoles la bienvenida a este otro lado de la frontera. Pues, ¿acaso no aspira el turismo a ser un nuevo paraíso natural?
Fernando Gallardo |
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