Lanzarote, la isla antiaging

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En mis últimas apariciones en redes sociales más de alguno se habrá sorprendido de ver la apostilla #antiagingLanzarote. A fin de disipar dudas y malentendidos, no se trata de ninguna marca patrocinadora, ni de ningún trending topic que me pueda conectar con el mundo. Si acaso, el alias por el que nos reconoceríamos los miembros de mi generación Baby Boomer frente a tanta noticia relacionada con la generación Millennial llamada a protagonizar el momento político, económico y social de la próxima década. Pero, por encima de todo, #antiagingLanzarote es un proyecto surgido en mi última visita a la isla este mes de junio, cuando gran parte de la población turística pertenecía a la llamada Tercera Edad. El proyecto de organizar próximamente un congreso en esa isla tan vital, tan telúrica y tan querida por mí, sobre la posibilidad científica de un retorno a la Segunda Edad por parte de ese segmento turístico hoy asignado a la Tercera.

Sí, la posibilidad existe realmente y no tiene nada de ciencia ficción. A lo largo de la historia, la esperanza de vida humana en el mundo ha aumentado drásticamente desde los 15 años en el Neolítico hasta los 71 años actuales, que en España asciende a 83,6 años, la tasa de longevidad más alta del mundo después de Japón. En tiempos de la Grecia clásica, al igual que durante el Imperio Romano, la longevidad media de las personas correspondía a los 28 años. Esta cifra descendió hasta los 20 años en los siglos del califato de Córdoba (entre 19 y 25 años, para ser precisos). Remontó hasta los 30 años al inicio del Renacimiento y llegó a los 40 años en los albores del siglo XIX. Con las mejoras urbanas en higiene y acceso a una alimentación saludable, el incremento de las expectativas vitales desde mediados del siglo XIX hasta hoy ha sido de 10 años por cada generación. Las grandes reformas democráticas y el periodo de prosperidad iniciado tras las dos guerras mundiales, sobre todo el establecimiento del estado de bienestar tras la última gran guerra, sentaron las bases para programar la edad de jubilación en 65 años, aunque las actuales vicisitudes presupuestarias en España obligan a que esta edad se vaya retrasando progresivamente hasta los 67 años.

Así podemos concluir que la esperanza matemática de vida se expresa mediante la siguiente fórmula:

{\displaystyle \langle EV(t)\rangle =\sum _{j=1}^{\infty }{\bar {p}}_{j}(t)\cdot j}

Tres son los factores elementales en la determinación de esta esperanza vital cuando se refiere a cada persona. El genotipo, el fenotipo y la alimentación.

En las últimas décadas, la alimentación ha añadido 30 años a la esperanza de vida media de la población mundial. Y es de esperar que añada otros 10 años cuando los 795 millones de personas hoy desnutridas en el mundo consigan alimentarse razonablemente bien. En la década de 1990 la cifra ascendía a 1.000 millones de personas. Desde las décadas finales del siglo XIX, la producción de alimentos y el incremento de la población en el mundo se han desarrollado sin que se haya cumplido la ley de Malthus, esto es, que la producción aumenta en progresión aritmética mientras la población lo hace en progresión geométrica. Entre 1913 y 1960 la producción agrícola se duplicó algo más que el incremento de la población mundial. Desde 1960, el crecimiento de la producción alimentaria todavía ha sido mucho mayor que el crecimiento de la población en el planeta. Y todo parece indicar que esta lacra humana tiene como fecha de caducidad el año 2050.

El fenotipo, o lo que es lo mismo, el conjunto de caracteres visibles resultado de la interacción entre el genotipo y el medio ambiente también ha influido enormente en la extensión de la esperanza de vida en las últimas décadas. Solamente tomando en cuenta la práctica extinción de las guerras en el mundo, limitadas hoy a conflictos locales y no a la escala global de las dos grandes guerras sufridas en la primera mitad del siglo XX, la población mundial ha pasado de contabilizar 1.350 millones de personas en 1900 a los 7.620 millones actuales. En 1950, cinco años después de que se fundara Naciones Unidas, 2.600 millones de personas vivían en nuestro planeta. Una cifra que subió hasta los 5.000 millones en 1987 y los 6.000 millones en 2000. Y la evolución del planeta hace prever un incremento hasta los 10.000 millones de aquí a 2050, como puede deducirse de este inquietante Reloj de la Población Mundial.

El tercer factor, el genotipo, o la la información genética que posee un organismo en forma de ADN, será el que probablemente más influya en nuestras esperanzas de vida en las próximas décadas. Particularmente desde que en 2001 los dos equipos estadounidenses del proyecto Genoma Humano, perteneciente al Instituto Nacional de Salud, y Celera Genomics, del empresario Craig Venter, lograron la primera secuenciación del genoma humano. Desde entonces, las noticias sobre los avances científicos relativos al genoma han circulado a la velocidad del sonido. El 22 de abril de 2004, un equipo de científicos japoneses consiguió engendrar un ratón con el ADN de dos óvulos femeninos mediante partenogénesis. El 22 de agosto de 2005, científicos de Harvard obtuvieron una célula de piel humana con una célula troncal embrionaria. Y el 20 de mayo de 2010 Venter creó una célula bacteriana desde una estructura genómica sintética.

Los campos de aplicación de la investigación genómica son vastos. Desde el diagnóstico de enfermedades hasta las terapias más avanzadas, pasando por la confirmación diagnóstica, la confirmación de pronósticos en pacientes asintomáticos y, sobre todo, la prevención de enfermedades futuras tanto en personas sanas como en su descendencia. Uno de los biogerontólogos más reconocidos en la actualidad es el londinense Aubrey de Grey, autor de numerosos libros y publicaciones científicas sobre la senescencia negligible ingenierizada que, para enterarnos, consiste en el rejuvenecimiento del cuerpo humano mediante la reparación de órganos y tejidos. De Grey identifica siete tipos de daños a tejidos causados por el envejecimiento que podrían ser reparados por edición genética, lo que en teoría permitiría una esperanza de vida indefinida. O, cuanto menos, una prolongación de la vida mediante el rejuvenecimiento celular. Estos siete daños han sido suficientemente documentados y aceptados por la comunidad científica, según se desprende de una controversia sostenida en 2005 en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y publicada por Jason Pontin en su revista de cabecera, Technology Review: mutaciones/epimutaciones nucleares, mutaciones mitocondriales, desperdicios intra y extracelulares, pérdidas de células, interconexiones extracelulares y senescencia celular.

Independientemente de lo acertada o no que pueda ser la visión del biogerontólogo británico, la lectura de su libro más esencial, El fin del envejecimiento (Amazon Kindle en español), debería hacernos reflexionar sobre el efecto de prolongar indefinidamente la esperanza de vida de la Humanidad. Porque De Grey está convencido de que la primera persona en alcanzar los 1.000 años de vida ha nacido ya en este planeta. Está convencido también de que en un par de décadas tendremos todos alguna oportunidad de prolongar nuestra existencia 30 años, un extra vital que nos permitirá volver a ser biológicamente jóvenes durante un tiempo. El cuerpo humano es una máquina —cierto que compleja— susceptible de ser reparada igual que se hace en general con cualquier máquina. No podemos impedir su deterioro, pero sí sabemos que tolera una cierta cantidad de daño sin funcionar mal. Con que, mientras no se detenga, podemos ir reparando esos daños para prolongar su vida útil.

Lo que no sabemos es cuándo éste y otros gerontólogos que estudian el envejecimiento humano darán con la clave del rejuvenecimiento. Como De Grey explica, Leonardo da Vinci intentó descifrar el misterio del vuelo durante el siglo XV y hasta cinco siglos después el hombre no pudo volar. Los expertos en el juego oriental del Go creían que debido a su complejidad jamás un ordenador conseguiría derrotarlos y, sin embargo, esto ocurrió en 2016 cuando el AlphaGo de Google derrotó al campeón mundial Lee Sedol. Los avances que han supuesto la secuenciación del genoma humano y el desarrollo de terapias a partir de células madre indican que el freno al envejecimiento no debería tardar mucho en lograrse, quizá mediante una inyección intravenosa o una sencilla pastilla de ingestión oral. En cualquier caso, Aubrey De Grey lamentó la muerte de su ídolo juvenil, y autor del famoso Johnny B. Goode, en un tuit que decía: «Descansa en paz, Chuck Berry. No he sido suficientemente rápido para ti ni para muchos otros. Estoy dando lo mejor de mí mismo».

El envejecimiento es un problema enorme. Siempre lo ha sido, pero hoy más, ya que constituye el factor de gasto más importante en la vida de una persona y en el de todas las sociedades. El haber puesto fin a las guerras incrementa ese gasto. El haber frenado la sangría de accidentes de tráfico, al menos en los países avanzados, incrementa igualmente el gasto de la Tercera Edad. El haber estimulado un estilo de vida saludable y culto en las personas añosas obliga a un mayor gasto en estos requerimientos personales y sociales. El haber desarrollado una amplia red de hospitales para corregir pequeñas disfunciones que antiguamente causaban la muerte, como una septicemia, una gripe o una tuberculosis, requiere un aumento crucial del gasto sanitario. Y aun representa un gasto a considerar el tratamiento de enfermedades asociadas a la vejez, como el Alzheimer, el Parkinson, la osteoporosis o la arterioesclerosis. Males heredados del éxito obtenido en la lucha contra las enfermedades cardiovasculares y otros procesos mortales que, si vieran retrasado o eliminado el envejecimiento, desaparecerían por completo o no aparecerían bajo su etiología actual.

Una futura terapia contra el envejecimiento humano evitaría el sacrificio de un enorme presupuesto en la sanidad pública y privada, que en algunos países occidentales alcanza el 90 por ciento del presupuesto médico total. Los gobiernos se afanan en mantener un costoso sistema de seguridad social con el objetivo de mantener viva a toda la población enferma, cuando el verdadero beneficio público debería ser emplear menos dinero curativo y más preventivo o en investigación biomédica. Pero el factor económico presupuestario, con ser importante, no deja de ser paliativo y temporal. Los efectos indirectos a largo plazo son de orden genérico, social, cultural y ético. ¿Cómo esperamos que la terapia del envejecimiento cambie para siempre el mundo que vivimos?

El desafío antiaging es inconmensurable. Se nos apilan las preguntas que todos deberíamos hacernos sobre las consecuencias de este combate ideológico entre el hombre y su fin, el ser humano y el ser divino. ¿Estará al alcance de los 10.000 millones de personas que pronto vivirán en este planeta el no envejecer o retrasar las señales de vejez? ¿Qué efectos inesperados podría causar un incremento de nuestro tiempo de vida? ¿Merecerá nuestra consideración ética el clonar a una persona y no solo un órgano de la misma? ¿Hasta dónde debería llegar la edición genética, a la modificación de nuestros genes o a la creación de nuevos genes que elevarían nuestra superioridad como especie? ¿En qué condiciones llegaría una persona con experiencia dentro de un cuerpo joven? ¿Se podrá hablar algún día del fin de la muerte, como sostienen los transhumanistas? Y también otras cuestiones más domésticas, como si extinguido el envejecimiento tendremos o no derecho a interrumpir nuestra vida laboral. ¿Qué nuevos planes de jubilación tendrán en mente nuestros gobernantes para cuando los ciudadanos puedan vivir hasta los 200 o 300 años? ¿Cuántas generaciones coincidirán al mismo tiempo en el planeta? ¿De dónde provendrá el impulso innovador de la actividad humana, de los más jóvenes e impulsivos o de los más senectos y experimentados?  ¿Cuándo empezará la edad adulta? ¿O cuántos habitantes cabrán en un mundo con una tasa de mortalidad tan exigua? ¿Desarrollaremos la suficiente imaginación para satisfacer el deseo experiencial de los viajeros del futuro? ¿Cómo será el turismo de las conciencias provectas?

Tantos interrogantes merecen una reflexión profunda y un debate sin límites ni condiciones previas, que es justo lo que nos proponemos en 2019 si alcanzamos a organizar un congreso de turismo antiaging. El Primer Congreso Mundial de Turismo Antiaging. ¿Por qué en Lanzarote? Quizá, digo yo, porque es un destino propicio a este encuentro debido a su fuerza telúrica, su climatología benigna, su inestacionalidad, su cosmopolitismo y, sobre todo, al carácter emprendedor de quienes habitan la isla. Un destino capaz, si no de resucitar a un muerto, sí de frenar el envejecimiento de los viajeros curiosos por saber qué existe más allá del horizonte que cierra su océano.

Fernando Gallardo |

 

Un comentario en “Lanzarote, la isla antiaging

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