Renovarse o morir en el fútbol y en la vida

Vicente del BosqueHace ahora cuatro años escribíamos estas líneas sobre el triunfo total de la Roja, la selección española de fútbol. Aplaudíamos, ensalzábamos, las cualidades que la llevaron al podio de los campeones: humildad, discreción, camaradería, orden, disciplina, innovación, estrategia, ingenio, competición, amor propio, entrega, denuedo, entereza, simpatía, desinhibición, sencillez, limpieza y juego bonito. Apuntábamos, además, que el empresariado turístico podía tomar buena nota de lo sucedido y ofrecer a sus huéspedes los mismos argumentos para ganárselos: mucha elegancia, camaradería entre todos los actores del sector, paciencia y ganas de trabajar, pase corto en la gestión y no pelotazo, humildad y no soberbia, esponjamiento del campo y no la edificación del bunker en que muchas veces uno se encastilla frente a los problemas sobrevenidos desde el exterior.

La catástrofe vivida por esta misma selección en el Mundial de Brasil nos debe servir ahora para añadir otra cualidad más a la lista. Una característica que no supimos prever, pero que se convertirá en la asignatura pendiente de España durante los próximos años en todos los órdenes. En el deportivo y en el cultural. En el social y en el tecnológico. Sigue leyendo

Sigue a mi madre en Twitter

Bob Dylan lo advirtió: los tiempos están cambiando. Y pese al medio siglo transcurrido desde entonces mucha gente aún no parece darse por enterada. Lo observo en la calle, en las redes sociales, en los foros políticos, económicos y culturales. El siglo XXI cumple ya su séptima parte, o casi, y muchos siguen encallados en la realidad de la vieja sociedad analógica que retrocede, a veces muy sutilmente, ante la nueva sociedad digital.

Los defensores del papel, los reacios a reunirse en videoconferencia, los escépticos del bitcoin, aquellos a los que les cuesta mantener una conversación en Whatsapp, los antimaquinistas o renuentes a la robótica, los incrédulos frente a los drones, los adalides del derecho a la privacidad, los paladines de la economía social de los bienes escasos, los hippies amurallados frente a la transgenia, los epígonos de la igualdad, los simples espectadores del Big Data, los nacionalistas trasnochados, los antiglobales, los antisistema, los conservadores, los enterradores… Todos parecen no enterarse de nada de lo que está pasando. Salvo que un avatar los abduzca y los contagie de modernidad.

Me he levantado hoy con la lectura de una bloguera, María Phillips-Sandy, en las páginas de opinión del New York Times. Su sensibilidad y enfoque me han animado a publicar un Sigue leyendo

No me digas nada y te diré quién eres

gmailEn la misma semana en que se produjo el revuelo por la noticia de que Gmail no aseguraba la privacidad del correo electrónico de sus usuarios, yo andaba buscando una mesa de escritorio en distintos centros comerciales de Nueva York. Con paciencia y perseverancia, dado que uno a veces se convierte insoportablemente exigente con las cosas del escribir. Que, al fin y al cabo, son también las cosas del comer… Llevaba tres semanas recorriendo calles, avenidas, distritos y alguna que otra página web sin ver satisfechos mis anhelos cuando, de golpe y porrazo, un anuncio a todo color y en varios faldones de la página distraían mi atención con llamativos titulares sobre el mobiliario de oficina que yo necesitaba. Ahí, ahí estaba mi escritorio soñado en secreto. Las mismas líneas, el mismo tablero, el mismo porte. Incluso en las gamas de colores que a mí más me gustan. Sigue leyendo

No me quieras como en casa

Con el auge de la cultura audiovisual insisten muchos establecimientos hoteleros en hacerle sentir al huésped como en casa. Artículos periodísticos, blogs, vídeos y folletos de todo tipo siguen utilizando este tópico en un impropio alarde de calidez cada día más recurrente. «Aquí se sentirá usted como en casa», repiten cándidamente.

A mí si un hotel me va a hacerme sentir como en casa, la verdad es que no viajo, que me sale más barato y me ahorra la incomodidad del desplazamiento. Esto lo he dicho ya varias veces. Pero a fuerza de ponerme en el mocasín de quien se toma la molestia de viajar para que lo agasajen como su familia en el hogar suma a este argumento otra reflexión no menos crucial para la hotelería con encanto. Si tanto arraiga el sentimiento de estar en casa, si tanto gustillo o calor humano nos proporciona esa metáfora doméstica, lo que realmente expresa este manido eslogan hotelero es que… fuera de casa lo estamos pasando mal. No nos satisface lo suficiente el hotel como para renunciar, por un tiempo, a la memoria hogareña. Según lo cual, cuando vamos de viaje, en realidad nos gustaría estar en casa, no en el hotel.

¡Qué contradictorio para un negocio hotelero decirle a su cliente que se está mejor fuera del establecimiento, y no dentro, por lo que sus instalaciones y servicios virtualizan el deseo del viajero en lugar de proponerle una experiencia diferente.

Me sucede con frecuencia. Cuando el hotel que visito dice en su folleto, web o vídeo que me quiere transportar virtualmente a casa, sospecho que llegará a decepcionarme. Entre otras razones porque no tiene ni idea de cómo es mi casa, ni qué siento en ella, ni quiénes viven a mi alrededor. Sé que es pura propaganda, un tópico recurrente, una nítida falta de imaginación.

No sé tú, querido lector, pero cuando salgo de casa busco una aventura nueva, una experiencia interesante, esa sorpresa que hará de ese momento algo inolvidable. Y lo único que deseo es que no me regresen.

Fernando Gallardo |

Accesibilidad a veces indeseable

Nuestro buen amigo Javi Moragrega tuitea hoy un vídeo sobre su hotel, La Fábrica de Solfa, en el que reivindica la accesibilidad de todas sus instalaciones. Me parece muy bien. Muy útil para todos, ya que algún día todos estaremos de algún modo incapacitados para algo. Aparte, subraya la importancia de que todos los hoteles sean accesibles, como aconsejan las oenegés de discapacitados y en especial esta web de Viajeros Sin Límites.

Respeto la opinión de todos ellos, pero también aspiro a que esos maravillosos hoteles alpinos en los que tantas veces hemos esquiado no lleguen nunca a ser accesibles. A ellos debería poder llegarse siempre a pie o en trineos de caballos. Prefiero igualmente que los recónditos alojamientos del Himalaya, en monasterios perdidos a 4.000 metros de altitud, no puedan ser nunca accesibles por teleférico o carretera de asfalto. La accesibilidad no es un derecho, sino una gracia de nuestra civilización. Hay obstáculos, como el acceso a Marte o a otros planetas lejanos, cuyo encanto radica precisamente en lo distante, lo imposible.

Nunca accedí a la cumbre del Aconcagua, pero siempre me gustó verlo. Nunca quise escalarlo, pero tampoco le pido a la sociedad que me costee un helicóptero hasta la cumbre. Es un imposible romántico, deseable como la morbidez hoy extinguida de Marilyn Monroe.

Fernando Gallardo |

Sinestesia o el viaje psicodélico hacia la felicidad

Para gustos, los colores… ¿O no? A algunos les sonaría extraño el aserto si no fuera porque tal es el dicho popular. ¿Cómo el sentido del gusto puede expresarse con colores? Y los números, ¿cabe identificar el número 5 con el color amarillo? Y las letras, ¿puede la letra e expresar el color azul? Tonterías propias de alguien imaginativo, responderá alguno. Y, sin embargo, es cierto como la vida misma que muchas personas experimentan sensaciones de una modalidad sensorial a partir de la estimulación de otra distinta. En un experimento científico hubo quien identificó un piano como una neblina azul, una guitarra eléctrica con líneas anaranjadas o rojizas flotando en el aire.

Hablemos de sinestesia. Simon Baron-Cohen, uno de los investigadores más experimentados en la actualidad sobre la psicología experimental, confirma que determinados individuos son capaces de desarrollar una conectividad anatómica no habitual entre diferentes módulos sensoriales de la corteza cerebral. Ello les permite, por ejemplo, asociar colores o formas policromadas a letras, números y palabras. Es decir, pueden oír los colores, ver los sonidos o saborear la textura de un objeto. Así, para estos sujetos -perfectamente normales, por otra parte- la sinestesia es tan maravillosa como ingerir un tripi o entrar en un estadio místico como el que experimentaba la carmelita Santa Teresa. Su sinestesia les otorga un sentido extra, cuya pérdida lamentarían como si perdieran uno de sus sentidos.

La sinestesia mereció un programa entero de Eduard Punset en Redes, concretamente el capítulo 232, en el que entrevistó al neurólogo norteamericano Richard E. Cytowic. Sus reflexiones me parecieron sumamente curiosas, como el hecho de que lo sinestésico pone de manifiesto que la Sigue leyendo